Wilco, la octava maravilla



Poco importa que se hayan alejado del imponente rock experimental de "Yanke Foxtrot Hotel" y "A Ghost Is Born" y que sus últimos trabajos no sean más que hermosas y soleadas antologías de baladas con fractura e himnos con raíces: ver a a Wilco sobre un escenario sigue siendo una experiencia única; lo más parecido a una inyección de fe para seguir creyendo en el rock e imaginar que, aunque solo sea por una noche, es posible que una banda reúna en un mismo escenario a Sonic Youth, The Beatles, The Velvet Underground y Television.


A un mes de publicar su nuevo trabajo, “Wilco (The Album)”, los de Chicago aterrizaron en el Auditori de Barcelona con todas las entradas agotadas y firmaron una ejemplar sesión de rock a doce manos que fue creciendo entre texturas eléctricas, arabescos de guitarra cortesía de Nils Cline e imponentes cimas melódicas como “Jesus Etc.”, “Via Chicago”, “Hummingbird”, “The Great Lakes”, “A Shot In The Arm” y “Kamera”.

Incluso la suave brisa de “Sky Blue Sky” se convierte en un poderoso huracán en cuanto los norteamericanos afilan guitarras y desbocan teclados para rehacer en directo piezas como “Side With The Seeds”, “Hate It Here” o la volcánica “Impossible Germany”. Es un hecho: los discos de Wilco no están terminados hasta que suenan en directo, por lo que después de recibir la tremenda sacudida de “Bull Black Nova” no queda más remedio que escuchar su nuevo trabajo con otros oídos.

Ni siquiera la frialdad del recinto pareció afectar a una banda que, en la recta final de su gira europea, sonó especialmente intensa y motivada: entre la ternura de “Hell Is Crome” , el desmelene final de “I Am A Wheel”, la algarabía de “Hoodoo Voodoo” o el particularísimo sentido del humor de un Jeff Tweddy que cada día canta mejor, Wilco exhibieron su grandeza sin medias tintas e hilvanando hábilmente rock, pop, vanguardia y raíces americanas. Otra gran noche. Y ya van cuatro.



La bendita locura de Grizzly Bear



Era un secreto a voces.

Bueno, en realidad no era ningún secreto, porque “Veckatimest” lleva meses circulando alegre y gratuitamente por el hilo musical de Internet, pero antes incluso de eso ya se intuía que el regreso de Grizzly Bear iba a ser una de las cumbres de la temporada. De ahí lo de las voces: quien más quien menos esperaba que los de Brooklyn acabase concretando todo lo bueno que se intuía en el anterior “Yellow House” y diesen el salto definitivo a la primera división del pop moderno.

Se intuía, sí, pero ahora ya se puede decir bien alto: he aquí una obra tremenda y desbordante, un disco que transforma en canciones lo que antes eran enredaderas armónicas sin perder la vista la ambición y la necesaria relectura del pasado.

En un año en el que Animal Collective se han llevado la palma reinterpretando el pop y acondicionándolo con parcheados sintéticos y anzuelos futuristas, Christopher Bear, Ed Droste, Daniel Rossen y Chris Taylor han hecho lo propio aligerando el peso de los Beach Boys con zarpazos a The High Llamas, The Velvet Underground y Pink Floyd – pero ojo, los de Syd Barret, no los de los delirios conceptuales y los cerdos voladores– y tirando del hilo de las canciones hasta plantarse en la orilla de la tradición con un cargamento de ideas brillantes y arreglos exquisitos que se desparraman sobre los partituras.

Sin llegar a perder la cabeza del todo, “Veckatimest” revolotea alrededor de la bendita locura de Brian Wilson y sobrevuela la historia del pop con dos himnos-pértiga –“Two Weeks” y “While You Wait For The Others”– para acabar aterrizando en una isla que, igual que el título del disco, referencia a un islote deshabitado de Massachusetts, mantiene a Grizzly Bear a salvo y a distancia del vaivén de las tendencias.

A veces suenan como unos Radiohead abducidos por el embrujo del folk británico y otras como unos ilustradísimos artesanos de la melodía, pero es el sonado abordaje al pop de corte y confección lo que acaba deslumbrando en una que obra, a pesar de perder cierto fuelle en su tramo final, aporta una perspectiva cálida y orgánica a la renovación de la banda sonora de los últimos tiempos.

(Artículo publicado originalmente en ABCD Las Artes y Las Letras el 23 de mayo de 2009)

Green Day y el sobrepeso de la ambición


Admitámoslo: mezclar en una misma frase conceptos como ópera y punk es algo así como detonar un petardo en un depósito de combustible. O, ya puestos, como regar alegremente a un ejército de Gremlins con una manguera de alta presión. Puede que las consecuencias sean imprevisibles, pero casi todo el mundo se imagina lo que va a ocurrir.

Así que ante el regreso de Green Day con “21st Century Breakdown”, segunda incursión conceptual de la banda el los males de la vida moderna tras “American Idiot”, solo quedan dos opciones: o ponerse a enterrar como un loco los discos de The Clash ante una posible pandemia infecciosa o intentar tomarse en serio a una banda que hasta no hace mucho había hecho de la guasa su razón de ser.


La segunda opción, la de tomarse en serio al trío de Berkley, pasa por comprender que los de Billie Joe Armstrong empezaron a escaparse de los márgenes del punk-pop de “Dookie” con “Warning” y al final se han acabado pasando de frenada. Ante la necesidad de ejecutar otra vez la misma pirueta que les llevó a resucitar comercialmente vendiendo 13 millones de copias, Green Day han vuelto a caer en los mismos males. Peor aún: si “American Idiot” quedaba ligeramente justificado por el contexto político, “21st Century Breakdown” no pasa de apresurada e ingenua aproximación a los tiempos que corren.


Lo que aquí se cuenta –o por lo menos se intenta: seguir a los personajes es casi tan confuso como intentar informarse de la crisis económica a través de la MTV- es una historia de amor en tiempos de revolución y caos troceada en tres actos y servida en un envoltorio de superproducción que, por muy buenas que sen las intenciones, ni siquiera deja espacio para esa mala uva de diseño que, algo es algo, sí que se intuía en “American Idiot”.

"21st Century" es, en fin, como ver a un especialista en los 100 metros lisos tratando de ganar la maratón. La banda llega a la meta desfondada y el oyente, mareado después de ver como dan tumbos entre guiños balcánicos –“Paecemaker”–, inofensivos estribillos de punk-pop de laboratorio–“Kwon Your Enemy”, “The Static Age”–, plomizas baladas –“Last Night On Earth”- y pomposos arrumacos al AOR –“Restless Heart Syndrome”-. Agotador.