Cuatro años después de “I Am A Bird Now”, el líder de los Johnsons regresa con “The Crying Light” al epicentro de la canción con turbulencias
Al final resultará que el éxito no es tan malo como parece. Sedante creativo para la mayoría de quienes lo consiguen, el aplauso comercial no ha logrado desviar a Antony Hegarty de su objetivo más inmediato y, cuatro años después de “I Am Bird Now”, el líder de los Johnsons sigue a lo suyo, despellejándose frente al confesionario y bombardeando el mundo con esa metralla melódica y emocionalmente inflamada que son sus canciones.
Sí, también las nuevas, las de “The Crying Light”, álbum de afectos calcinados con el que el autor de “You Are My Sister” inaugura la temporada de siembra de esas canciones tristes que acaban fatal.
Abatidas y vestidas con lo justo, las diez canciones de “The Crying Light” siguen hurgando en el turbador y quebradizo universo de un compositor que, acogido por el gran público como un gorrión con el ala rota, reformula a su antojo conceptos como intimidad y belleza dolorosa.
Aún así, no hay en este, su tercer disco, tanta cabriola transformista ni excesivas piruetas vocales: más desnudo, si es que eso es posible, Antony se posiciona como el Pepito Grillo disfuncional de la canción de autor, la superestrella hípersensible del pop alternativo que, después de atender infinidad de llamadas y pasear esa voz de plata líquida por discos de amigos y conocidos, vuelve a encerrarse en su alcoba para interrogarse sobre la naturaleza de la vida, la maternidad y, cómo no, el eterno femenino.
Aquí están, entre muchas otras cosas, el reflejo de la Stax y los arreglos de cuerda de Nico Muhly; el gozo del pop y el lamento del soul; el piano quejoso y las guitarras espectrales. Aquí hay, en fin, un equilibrio casi perfecto entre magia, dolor e intensidad.
Sí, también las nuevas, las de “The Crying Light”, álbum de afectos calcinados con el que el autor de “You Are My Sister” inaugura la temporada de siembra de esas canciones tristes que acaban fatal.
Abatidas y vestidas con lo justo, las diez canciones de “The Crying Light” siguen hurgando en el turbador y quebradizo universo de un compositor que, acogido por el gran público como un gorrión con el ala rota, reformula a su antojo conceptos como intimidad y belleza dolorosa.
Aún así, no hay en este, su tercer disco, tanta cabriola transformista ni excesivas piruetas vocales: más desnudo, si es que eso es posible, Antony se posiciona como el Pepito Grillo disfuncional de la canción de autor, la superestrella hípersensible del pop alternativo que, después de atender infinidad de llamadas y pasear esa voz de plata líquida por discos de amigos y conocidos, vuelve a encerrarse en su alcoba para interrogarse sobre la naturaleza de la vida, la maternidad y, cómo no, el eterno femenino.
Aquí están, entre muchas otras cosas, el reflejo de la Stax y los arreglos de cuerda de Nico Muhly; el gozo del pop y el lamento del soul; el piano quejoso y las guitarras espectrales. Aquí hay, en fin, un equilibrio casi perfecto entre magia, dolor e intensidad.
David Morán
(Artículo publicado originalmente en el suplemento M360 de ABC el 23 de enero de 2008)
0 comentarios:
Publicar un comentario