Es un hecho: el mundo se divide en buenas y malas canciones; en discos capaces de alegrarte una mañana y otros que te la arruinan sin que te des cuenta. Y tan cierto como esto es que la música tiene la maravillosa cualidad de hablar por sí misma, independientemente del formato en el que esté servida y de si de fondo se oye el zumbido de la aguja arañado el vinilo o el eco anestesiado del formato digital.
¿Mejora un vinilo –perdón, “disco de vinilo”– una mala canción? Ni de coña. Ya puede estar embutido en una lujosa carpeta desplegable que si la materia prima falla no hay nada qué hacer. Exactamente lo mismo ocurre con cualquier formato digital: por mucha mejora técnica que haya, tiene que haber una buena base sobre la que trabajar. El formato en sí es algo irrelevante. Lo sabe cualquiera que acumule en su casa LP’s, 7”, CD’s, e incluso algún que otro aparatejo maléfico que escupe música digital: a final, todos cumplen espléndidamente su función, que no es otra que almacenar y transportar MÚSICA. Sí, en mayúsculas, que es lo que debería importarle a cualquiera que no sea técnico de sonido o un fetichista de los formatos.
Puede que el CD sea feo, pero también es práctico y fácil de almacenar. Lo mismo ocurre con el vinilo: funciona mejor como objeto artístico, pero tampoco es tan raro encontrarse con LP’s desastrosamente prensado y fabricados con restos de neumáticos o con novedades grabadas en formato digital que suenan como el culo en su trasvase analógico. Consideraciones técnicas al margen y dando por sentado que no es lo mismo acumular objetos que coleccionar emociones, sensaciones y, en fin, canciones, cuestionar la validez de un formato –el que sea- es tan inútil como rasgarse las vestiduras y quemarse a lo bonzo ante el envoltorio de un regalo. LA VERDAD está ahí dentro. Old clothes do not make a tortured artist, escribía Kevin Rowland en la contraportada de Searching For Young Soul Rebels. Lo mismo podría decirse de la música.
(Artículo publicado originalmente en la sección Visto y no Visto de la revista Rockdelux 268 de diciembre de 2008)
¿Mejora un vinilo –perdón, “disco de vinilo”– una mala canción? Ni de coña. Ya puede estar embutido en una lujosa carpeta desplegable que si la materia prima falla no hay nada qué hacer. Exactamente lo mismo ocurre con cualquier formato digital: por mucha mejora técnica que haya, tiene que haber una buena base sobre la que trabajar. El formato en sí es algo irrelevante. Lo sabe cualquiera que acumule en su casa LP’s, 7”, CD’s, e incluso algún que otro aparatejo maléfico que escupe música digital: a final, todos cumplen espléndidamente su función, que no es otra que almacenar y transportar MÚSICA. Sí, en mayúsculas, que es lo que debería importarle a cualquiera que no sea técnico de sonido o un fetichista de los formatos.
Puede que el CD sea feo, pero también es práctico y fácil de almacenar. Lo mismo ocurre con el vinilo: funciona mejor como objeto artístico, pero tampoco es tan raro encontrarse con LP’s desastrosamente prensado y fabricados con restos de neumáticos o con novedades grabadas en formato digital que suenan como el culo en su trasvase analógico. Consideraciones técnicas al margen y dando por sentado que no es lo mismo acumular objetos que coleccionar emociones, sensaciones y, en fin, canciones, cuestionar la validez de un formato –el que sea- es tan inútil como rasgarse las vestiduras y quemarse a lo bonzo ante el envoltorio de un regalo. LA VERDAD está ahí dentro. Old clothes do not make a tortured artist, escribía Kevin Rowland en la contraportada de Searching For Young Soul Rebels. Lo mismo podría decirse de la música.
(Artículo publicado originalmente en la sección Visto y no Visto de la revista Rockdelux 268 de diciembre de 2008)
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