David Byrne, especie a proteger


Esto va en serio: alguien debería pensar en convertir a David Byrne en especie protegida. Tampoco es tan normal que alguien al borde de los sesenta y con más de tres décadas de carrera aparezca sobre un escenario dispuesto a vaciarse por completo y a reivindicar el escenario como obra de arte total en la que todo (sí, TODO) está relacionado e interconectado. No se conforma el escocés con comprobar que su legado sigue siendo objeto de estudio y adoración y, noche tras noche, busca nuevas excusas para sacar del museo su pop de arte y ensayo y dejar que el público lo manosee y reutilice.

«Esta noche yo seré el sampler», bromeó el ex líder de Talking Heads cuando, antes de atacar «Help Me Somebody», recordó cómo Brian Eno y él empezaron a investigar y reutilizar pedacitos de sonido sacados de aquí y allá para grabar “My Life In The Bush Of Goshts» y sentaron cátedra en el arte del corta y pega sampledélico. Dicho y hecho, Byrne diseccionó su carrera, dejó para mejor ocasión cualquier guiño a su obra en solitario y centró el concierto en todos sus producciones creadas al alimón con Eno. ¿La excusa? El reciente «Everything That Happens Will Happen Today», álbum que abrió la noche en el Palau de la Música con «Strange Overtones» y le permitió tirar del hilo para llegar a los trabajos que Eno produjo para Talking Heads.

Sobre el escenario, cuatro músicos, tres coristas y cuatro bailarines, todos de blanco nuclear, interpretaron una soberbia función de pop recuadrado y funk destartalado; tripas y máquinas hechas un manojo de nervios y ejecutadas de un modo impecable. Encajando el espíritu de los mejores Talking Heads, los del furor polirrítmico de «I Zimbra», «Houses In Motion», «Croos-Eyed & Painless» y «Once In A Lifetime», en ese nuevo lienzo que conforman «One Fine Day», «Wanted For Life», «Poor Life» y «Life Is Long» y echando el resto con acaloradas y briosas versiones de «Take Me To The River», «The Great Curve» y «Burning Down The House», Byrne firmó una espléndida función de pop en movimiento que solo hubiese mejorado con la presencia de Eno sobre el escenario. Pero eso, claro, ya sería pedir demasiado.



Super Furry Animals, de nuevo con los cables cruzados


“Free your mind… and your ass will follow”, cantaba el inigualable George Clinton, extraterrestre del funk y emisario de un planeta muy lejano que, cada vez queda más claro, debió alojar en otro tiempo el ovni con el que los galeses Super Furry Animals aterrizaron ya hace algunos años sobre el pop británico. ¿Su misión? Fácil: demostrar que la rareza con canciones entra y poner en órbita sus chifladuras cósmicas sin renunciar al socorrido amarre de los estribillos, estrategia que les convirtió durante unos años en la banda más divertida del planeta y les llevó a firmar auténticas obras maestras del disparate como “Rings Around The World”. El delirio, una vez más, al servicio de la regeneración creativa.

No hace mucho, sin embargo, los galeses empezaron a ser normales. Demasiado normales, incluso. Se habían acostumbrado a nosotros, sus canciones avanzaban en línea recta y discos como “Love Kraft” y “Hey Venus!” parecían como infectados por el virus de la más absoluta cordura. Es más: el rastro de la banda empezó a desdibujarse entre los proyectos paralelos de Gruff Rhys, cantante y hombre para todo que lo mismo ponía voz a astracanadas de tecno-pop bufo como Neon Neon que firmaba un álbum en solitario con canciones de cuna psicotrópicas y odas a Ronaldinho. Todo apuntaba, en fin, a que Super Furry Animals habían perdido fuelle y magia y, sin embargo, aquí está “Dark Days/Light Years” para rehabilitar la imagen de una banda que sale de nuevo a escena con los cables cruzados y, como su propio nombre indica, ganas de hacer el animal.

Liberada la mente, solo queda dejar que el resto del cuerpo se anime y siga sus pasos, y a eso precisamente se dedican los autores de “Calimero” en su noveno disco de estudio. Siempre se las ha apañado el quinteto de Cardiff para convertir su afición por el pastiche en una robusta y pegadiza colección de canciones con pies y cabeza, pero “Dark Days/Light Years” fuerza aún más la máquina para construir un alocado rompecabezas de funk intergaláctico, psicodelia alucinada, brochazos de rock duro, intimidades acústicas, electrónica satinada y pop cegador. Todo perfectamente entreverado y convenientemente abollado para que nada parezca lo que realmente es.

En manos de cualquier otro grupo estaríamos hablando, en efecto, de un auténtico disparate, pero Super Furry Animals convierten lo que parece un sinsentido en una imbatible cadena de himnos (“Helium Hearts”, “Inaugural Trams”, “Mt”, “Where Do You Wanna Go”) soldados a una serie de jugosos experimentos sintéticos (“The Very Best Of Neil Diamond”, “Pric”) servidos con los ojos en blanco y los cables cruzados. Sí, otra vez. Y que dure.
David Morán

(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y las Letras el 25 de abril de 2009)

Bill Callahan a vista de águila


Nunca ha sido Bill Callahan un tipo demasiado dado a repetirse. Durante los últimos veinte años, el artista antes conocido como (Smog) –con o sin paréntesis, según el caso– siempre ha gustado de jugar al ratón y al gato con su propia evolución planeando cada nuevo trabajo como si fuese el primero y construyéndose poco a poco un amplio ventanal desde el que el contemplar el polvoriento paisaje de la música de raíz americana.

No es “Sometimes I Wish We Were An Eagle” ninguna excepción y, después del soleado y luminoso “Woke On A Whaleheart”, el de Maryland se escora de nuevo hacia el rock gótico para tallar en granito unas composiciones que resbalan entre enredaderas de vientos y cuerdas. Esto es, en fin, el mismo Callahan de siempre y, al mismo tiempo, un Callahan completamente diferente.

“Empecé a contar una historia sin conocer el final, solía ser oscuro y me volví luminoso, y ahora soy oscuro otra vez”, se oye en la inaugural “Jim Cain”, pieza que, a pesar de lo que pueda parecer, no pretende explicar el camino que ha seguido Callahan para llegar hasta aquí, sino que quiere ser un homenaje a James M. Cain, autor de “El cartero siempre llama dos veces” y uno de los escritores de cabecera del estadounidense. Aún así, ese ir y venir entre luces y sombras parece la metáfora perfecta para un disco dolorosamente bello y espinado; un trabajo de tono apagado y melancólico que, sin embargo, no transmite tristeza ni desilusión, sino algo mucho más complicado de explicar.

Curado de espantos y con el mal de amores escondido en algún cajón –acaba de romper, según informa la prensa rosa del indie, con Joanna Newson–, Callahan alza de nuevo esa voz de barítono somnoliento y, desde una tercera o cuarta dimensión en la que coincidirían Lou Reed, Leonad Cohen y Nick Cave, construye un nuevo monumento de rock áspero y enrevesado en el que se refleja la belleza de “Rococo Zephyr” y “Too Many Birds” y que acaba coronando la monumental “Faith/Void”, casi diez minutos de desengaños religiosos y cuerdas suspendidas. Una maravilla. Otra más.
David Morán



(Artículo publicado originalmente en el suplemento
ABCD Las Artes y las Letras el 18 de abril de 2009)

Hello Cuca, la historia de una actitud


En el sobrecargado universo discográfico, existen dos tipos de discos recopilatorios: los que ni siquiera se pueden reciclar como posavasos y los que, por contra, son sencillamente imprescindibles y absolutamente necesarios. ¿Adivinan a cuál de las dos categorías pertenece “Esplendor en la arena”? Han acertado. He aquí uno de esos trabajos que permiten explicar no solo la historia de la banda protagonista, sino también la de buena parte de la música independiente más próxima y reciente.

La banda en cuestión no es otra que Hello Cuca, trío murciano formado y Alfonso Melero y las hermanas Lidia y Mabel Damunt y cama elástica sobre la que rebota en busca de impulso buena parte de la escena indie española. Porque Hello Cuca no son como los demás. Ni se parecen, vamos. Llegaron de La Manga del Mar con muchas ganas de armar ruido y en doce pausados y guadianescos años se han convertido en la mezcla perfecta de ética y estética aplicada al pop.

Apenas tocan en directo, publican sus canciones solo cuando les apetece desde su propio sello Rompepistas y casi toda su producción está desperdigada en discos de 7”, recopilatorios, LP’s compartidos y EP’s semiclandestinos. A este goteo creativo trata de poner ahora un poco de orden el sello Astrohúngaro con “Esplendor en la arena”, antología definitiva que recoge treinta y tres canciones que los autores de “Rompetelalma” se habían dejado desperdigadas a lo largo y ancho de la última década.

Espléndido retrato de la evolución inversa de la banda –el viaje arranca con la canción más reciente y se cierra, una hora después y echando chispas, con la más antigua–, este trabajo subtitulado “33 canciones bajo el sol” completa la panorámica que va del punk feminista y espartano anudado a las enseñanzas de Sleater-Kinney y las riot grrrl de “Hormigas robot” al blues rock destartalo y como de juguete de “Párate aquí”. Entremedio, Hello Cuca se las han ingeniado para alumbrar canciones para hacer el cavernícola sin perder la compostura (si es que eso es posible), estribillos de un minimalismo desbordante e himnos electrocutados de los que uno sale con las pestañas chamuscadas y ganas de más.

A esta última necesidad dan respuesta incluyendo cuatro temas inéditos que, de los coros repletos de du-du-as de “Oh, Luba” a ese nuevo himno que es “Juanita Lágrima”, continúan depurando con emoción e intensidad la historia de una banda que le ha devuelto el significado a palabras tan manoseadas y vacías como rebeldía, autogestión y actitud.

(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y las Letras el 11 de abril de 2009)

Daniel Johnston, el último genio loco del pop


Se habría dejado cortar una mano por escribir el All You Need Is Love de los Beatles. En serio: cuando era joven empezó a vestirse y peinarse como si fuese un Beatle y modificó su acento para hacerse pasar por nativo de Liverpool, algo que, de puertas hacia fuera, debía parecer ridículo. Pero no para él. En su cabeza, Daniel Johnston (Sacramento, 1961) era un Beatle. El quinto o el sexto, quizá. No pregunten.

Niño prodigio. Porque Johnston, igual que su música, no se rige por las leyes de la normalidad. Es un genio loco, pero loco de verdad. No hay metáforas ni línea poética que separe la cordura de la genialidad en un músico que ha tenido que convivir durante buena parte de su vida con un trastorno bipolar y una larga lista de obsesiones que arranca en The Beatles y toma caminos cada vez más insospechados para desembocar en el fantasma Cásper, el Capitán América, el número nueve o el Diablo.

¿Algo más? Ahí va: Johnston empezó a sufrir depresiones crónicas en su infancia, empeoró con un primer mal de amores del que nunca ha acabado de curarse y trató de combatir sus fantasmas dedicándose al arte en cuerpo y alma. Filmó películas caseras, ilustró sus primeras grabaciones con cómics propios -de ahí nace el célebre dibujo que ilustra este artículo y que sirvió de carátula para la cinta Hi, How Are You?-, grabó todo tipo de reflexiones... Fue, en fin, un niño prodigio que, como Brian Wilson y Syd Barret, tuvo que aprender a convivir con un cerebro delicadillo y a conciliar su talento con sus entradas y salidas de instituciones mentales o su trabajo limpiando mesas en un McDonalds.

Este es el equipaje que el autor de Speeding Motorcycle arroja de nuevo al vacío discográfico en At Home Live, colección de grabaciones caseras que recuperan al Johnston más destartalado, entrañable y enigmático. Poco importa que en los últimos años haya pulido su trabajo creando discos vigorosos y aseados bajo la batuta de Mark Linkous (Sparkelhorse), Paul Leary (Buthole Surfers) o Kramer y haya colaborado con Yo La Tengo, Jad Fair y miembros de Sonic Youth; At Home Live es, con sus ladridos de perro y sus cuerdas desafinadas, un viaje al pasado que recupera el espíritu de aquellas grabaciones primerizas y espartanas que el californiano grababa en su casa y distribuía puerta por puerta en casetes manufacturados.

Un cómplice. Disponible únicamente en formato digital, no hay en At Home Live banda de acompañamiento, ni productor ni nada que se le parezca. Sólo una guitarra y un piano que suenan como una hormigonera averiada, una voz aniñada estrangulada por el paso del tiempo, y la cámara del artista visual Stephen Tompkins, cómplice de Johnston y responsable de haber puesto en circulación estas grabaciones domésticas registradas en 1999.

Así, entre versiones desenfocadas y magulladas de I Hate Myself, Love, The Spook o Silly Love, esta grabación en directo compone el enésimo retrato de un artista que es imposible reducir a unos simples trazos; un músico en constante pulso entre la genialidad y la demencia; entre el culto artístico y el anonimato forzado. Un genio del pop, el último quizá, capaz de firmar resplandecientes canciones como Walking The Cow o I Live For Love y, acto seguido, rechazar un contrato discográfico de Elektra por considerar que un sello que tiene entre sus filas a Metallica tiene que ser necesariamente satánico.

David Morán

(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y Las Letras el 4 de abril de 2009)