Neutral Milk Hotel y la justicia poética


Esto sí que es una sorpresa. Y de las gordas.

Diez años y unos cuantos meses después de su edición, "In The Aeroplane Over The Sea", de Neutral Milk Hotel, sigue dando qué hablar. El disco, obra maestra del indie de los noventa y, perdón por la cursilería, uno de los discos más hermosos jamás grabado -pero no hermoso en plan "oh, qué bonito", sino hermoso de piel de gallina-, fue uno de los diez LP's más vendidos en 2008. Como lo oyen: están Coldplay, The Beatles, The B-52's (¿?), el plomazo del "Dark Side Of The Moon" de Pink Floyd y, tachán, "In The Aeroplane Over The Sea", una joya del lo-fi camuflada entre discos de súperrock y súperpop. Insólito.

Será que, después de todo, la justicia poética sí que existe.







De fiesta con Franz Ferdinand


Esta noche, Franz Ferdinand. Más claro, agua. Solo les ha faltado coserse en la pechera un neón luminoso en el que pueda leerse: “Aquí fiesta”. Porque de eso, de fiesta, los escoceses saben un rato. ¿Art-pop? Naaahhh… Fuera máscaras, adiós caretas.

“Tonight” es, por fin, el disco soñado por los de Alex Kapranos, el álbum que han venido cocinando en sus repeinadas cabecitas desde el día que subieron por primera vez a un escenario e idearon su plan maestro: conseguir que todo el mundo, de Japón a Glasgow, acabease meneando el culete, batiendo palmas y silbando sus melodías. Todo al mismo tiempo, a poder ser.

“Franz Ferdinand” y “You Could Have So Much Better” eran puro disimulo; discos de pop acorazado y estribillos malintencionados con los que reclutaron a un ejército de lo más variopinto y, tachán, pasaron de ser los teloneros de los teloneros de Death In Vegas en su debut barcelonés a conquistar escenarios y recintos cada vez más gigantescos. Pero faltaba algo. Algo más.

Y ese algo más es “Tonight”. Ya saben: esta noche FIESTA. No diré que es su mejor disco, porque no lo es, pero sí que es el mejor sintoniza con el espíritu hedonista y crápula de la banda. Sin cortadas intelectuales ni justificaciones artísticas. Pop fugaz, instantáneo y sin más intenciones que la de poner a bailar a la plaza del pueblo.

Ya saben: esta noche, fiesta.

¿Y mañana?

Mañana ya veremos.

Quien quiera buscar segundas lecturas en las citas a la “Odisea” de Homero o en su nuevo look de gangsters encorbatados, adelante, pero no es “Tonight” un disco que se preste a un examen concienzudo. De hecho, cualquier intento de profundizar en los “come on, get high” que Kapranos ulula en “Ulysses” demuestra que esto no es más que un disco de consumo inmediato. Una cosa brillante que mantiene el interés mientras uno lo mire a cierta distancia, pero que gana opacidad a m proximidad.

Mejor cuanto más lejos. Así es como consigue deslumbrar “Tonight”, un disco de pop vacilón y chispeantes piezas de funk blindado; una colección de falsetes, estribillos en caída libre e himnos rompecaderas como “Bite Hard”, “No You Girls” y “Turn It Own”.

También hay jolgorio como de club a las cuatro de la mañana y pinceladas de electrónica ornamental, pero no, NO ES EL DISCO ELECTRÓNICO DE FRANZ FERDINAND. Ya pueden ponerse en plan Orbital al final de “Lucyd Dreams” o colar unos piu-pius robótico-horteras a lo Erasure en “Live Alone”, que esto es pop con todas las letras. Pop instantáneo, chulesco y, si me apuran, pelín desechable, pero pop al fin y al cabo.

Pop para hoy y resaca para mañana.

David Morán

(Versión extendida de una crítica que, por razones obvias, aparecerá considerablemente reducida en el suplemento M360 de ABC)

The Vaselines__ Molly's Lips



... y de propina, la versión de Nirvana

Antony, la voz de la conciencia del pop

Cuatro años después de “I Am A Bird Now”, el líder de los Johnsons regresa con “The Crying Light” al epicentro de la canción con turbulencias



Al final resultará que el éxito no es tan malo como parece. Sedante creativo para la mayoría de quienes lo consiguen, el aplauso comercial no ha logrado desviar a Antony Hegarty de su objetivo más inmediato y, cuatro años después de “I Am Bird Now”, el líder de los Johnsons sigue a lo suyo, despellejándose frente al confesionario y bombardeando el mundo con esa metralla melódica y emocionalmente inflamada que son sus canciones.

Sí, también las nuevas, las de “The Crying Light”, álbum de afectos calcinados con el que el autor de “You Are My Sister” inaugura la temporada de siembra de esas canciones tristes que acaban fatal.

Abatidas y vestidas con lo justo, las diez canciones de “The Crying Light” siguen hurgando en el turbador y quebradizo universo de un compositor que, acogido por el gran público como un gorrión con el ala rota, reformula a su antojo conceptos como intimidad y belleza dolorosa.

Aún así, no hay en este, su tercer disco, tanta cabriola transformista ni excesivas piruetas vocales: más desnudo, si es que eso es posible, Antony se posiciona como el Pepito Grillo disfuncional de la canción de autor, la superestrella hípersensible del pop alternativo que, después de atender infinidad de llamadas y pasear esa voz de plata líquida por discos de amigos y conocidos, vuelve a encerrarse en su alcoba para interrogarse sobre la naturaleza de la vida, la maternidad y, cómo no, el eterno femenino.

Aquí están, entre muchas otras cosas, el reflejo de la Stax y los arreglos de cuerda de Nico Muhly; el gozo del pop y el lamento del soul; el piano quejoso y las guitarras espectrales. Aquí hay, en fin, un equilibrio casi perfecto entre magia, dolor e intensidad.


David Morán

(Artículo publicado originalmente en el suplemento M360 de ABC el 23 de enero de 2008)

"Rompepistas", por Kiko Amat

“Éramos la sarna del pueblo y como tal nos comportábamos”

El escritor y periodista barcelonés Kiko Amat recrea sus andanzas adolescentes en el extrarradio barcelonés en una vibrante e irónica novela repleta de canciones de Generation X, punks miopes y rechonchos y Skinheads Por La Paz



La adolescencia, ese inframundo. Esa enfermedad que solo se cura con el paso del tiempo. “Ese asunto sórdido que son los 17”, como asegura el periodista y escritor Kiko Amat (Sant Boi del Llobregat, Barcelona, 1971), quien viaja en “Rompepistas” (Anagrama) hasta 1987 para rehacer los pedazos de “ese momento excepcional en el que a todos los efectos eres un niño pero haces majaderías de adulto; un punto extraño e indefinido”.

Más extraño todavía si vives en Sant Boi, un pueblo del extrarradio de Barcelona con dos manicomios y seis bares en cada manzana, tus amigos son un punk rechoncho y una decena de Skinheads Por la Paz –así, tal cual- y en tu cabeza no paran de sonar canciones de Generation X, The Damned y The Specials. “Éramos la sarna del pueblo y como estábamos convencidos de eso, así era como vivíamos. Los discos eran la única posibilidad que teníamos de acceder a algo bonito”, explica.

Éramos. Así, en plural. No un plural mayestático ni retórico, sino uno mucho más real: el que se refiere a ellos, sus amigos, los chicos con botas. Porque, que quede claro, “Rompepistas” es la historia de un punk miope que tiene un grupo llamado Las Duelistas, pero también es la adolescencia del propio Amat narrada con disimulo, como quien tira una piedra mientras mira hacia otro lado.



“No es biográfica, pero no lo es a la manera de John Fante, donde la separación entre realidad y ficción es mínima”, asegura el autor sobre una novela que cierra de un portazo esa trilogía centrada en la adolescencia y juventud que completan “El día que me vaya no se lo diré a nadie” y “Cosas que hacen BUM”. “Los libros que he hecho antes eran una manera de llegar a esta historia”, reconoce Amat.

Y, como en sus dos obras anteriores, “Rompepistas” destila intensidad, humor bruto, romanticismo burlón e ironía de andar por el barrio. Ni rastro, eso sí, de todas esas referencias culturales que, alineadas en fila india, desfilaban por “Cosas que hacen BUM”. “Los discos, las canciones… En aquel tiempo, todas esas cosas eran usadas, no reflexionadas. Los discos eran para bailar, no para elaborar grandes tesis”, asegura. Y aún así, su tercera novela va más allá del furor efervescente de la adolescencia para deslizar temas como la culpa, el remordimiento, la elasticidad de las amistades, la fractura puntual con los padres y la siempre esquiva justicia poética.

Irreverente, adictiva y tremendamente divertida, es la de Amat una voz propia que predica en un desierto pop y esquiva cualquier posible vínculo generacional y literario. Vamos, que mejor no hablarle de la Generación Nocilla, el afterpop y cosas por el estilo. “El único autor español con el que me siento identificado es Francisco Casavella –asegura-. Lo leí muy tarde, pero era la única persona que estaba en el mismo sitio que yo, aunque mucho mejor”.

Para el resto, Amat ya tiene su colección de discos, sus escritores ingleses y películas como “This Is England”, donde, igual que en “Rompepistas”, todo se resume en buenos amigos y grandes canciones.

¿O era al revés?

David Morán

Calexico, la penúltima frontera



Cosa seria lo de Calexico. Demasiado seria, incluso. Acordeones quejumbrosos y trompetas mariachi; guitarras slide peinando el desierto y teclados arenosos; ritmos reciclados de un cementerio de aviones y melodías en equilibrio sobre el alambre de la frontera; Ennio Morricone y fiesta loca…

Un momento: ¿fiesta loca? Pues va a ser que no. O no del todo. O, mejor dicho, solo a ratos. Sí, los Calexico que salieron el martes a hombros de una abarrotadísima sala Apolo eran los mismos que hace seis años pusieron del revés La Paloma –ellos, dale que dale y los Marichi Luz de Luna, sopla que sopla- pero, al mismo tiempo, eran una banda completamente diferente. Más espesa y descentrada. Menos fronteriza y con unas inquietudes viajeras más turísticas que exploradoras.

Se veía venir. No hay más que rebobinar hasta “Garden Ruin”, álbum con el que Joey Burns y John Convertino quisieron ir más lejos y se acabaron tropezando con una versión más convencional de sí mismos, para ver que algunas piezas ya no encajaban en el universo de Calexico.

Los de Tucson, paladines del rock fronterizo y especiado, jugando a hacer rock a secas. El reciente “Carried To Dust”, vuelta de tuerca mestiza con la que profundizan, vía México, en los sonidos latinoamericanos en general y chilenos en particular, ha vuelto a poner las cosas en su sitio, pero sus directos cargan aún con cierto lastre rockero y chapotean alegremente en la charca del mestizaje más superficial. Andaban por ahí Jairo Zavala y Amparanoia y entre todos acabaron dando forma a una extraña enchilada de referencias mal digeridas, canciones oídas a medias y estilos arrejuntados sobre el escenario de cualquier manera.

Ah, y también cayó una versión del "Alone Again Or" de Love.

Para entendernos: cuando se ponen en plan locomotora tex-mex, con las trompetas soplando en “Quattro (World Drifts In)” lo suyo es imparable y contagioso, pero su reconversión en estrellas del pop con un mundo en la mochila no cuela. Son grandes en lo suyo, envenenando el rock de secano con especias mexicanas y pervirtiendo sus canciones con densas brumas cinematográficas, pero sus intentos por explorar más allá de la frontera no hacen más que dejar al descubierto sus carencias.

Ya se sabe que quien mucho abarca poco aprieta, y con los Calexico que aterrizaron en Barcelona cada nueva canción parecía un mundo que ordenar, edificar y repoblar.

Y así, claro, no hay manera.

David Morán

Gangsters_The Specials

La chatarrería de Joe Crepúsculo


Era tan sencillo como esto: una ducha rápida, una limpieza al piso para meter la mugre grasienta de Tarántula bajo la alfombra y, tatatachán, con ustedes un soberbio compositor de canciones pop. Exageremos: Joe Crepúsculo es nuestro Stephin Merrit en miniatura, un maestro chatarrero que corre más deprisa que sus canciones –“Escuela de zebras” (2008), su debut en solitario, apareció hace un suspiro- y recicla escombros de los ochenta para transformarlos en portentosos temas de pop naïf que se retuercen como plantas en busca de sol.

No se dejen engañar por esa aparente desgana vocal y ese característico deje anestesiado con el que el barcelonés amortigua amoríos y pasiones desafectadas en “Baraja de cuchillos” y “Amor congelado”: esto, con sus teclados de baratillo y su cacharrería sabiamente reutilizada, es una churrería de himnos del subsuelo que gravitan en torno a un “Ama y haz lo que quieras” convertido en lo más parecido a un grito de guerra.

Algo menos circense y destartalado que su anterior trabajo, “Supercrepus” se arrima con gracejo al pop electrónico doméstico, rebobina hasta mediados de los ochenta para eliminar cualquier resto de naftalina –de ahí surge la insólita versión de “No me acostumbro” de El Último de la Fila- y se desliza por el tobogán de las grandes canciones de acción inmediata como “Vente conmigo” y “Espada de Damocles” de la mano de un Calamaro pubescente y acompañado por Thelemático Rosa, El Ortiga, Daniel Descabellado (Tarántula), Elsa de Alfonso (No Band In Berlin), Internet 2 y David Rodríguez (Beef, La Estrella de David), entre otros.

(Artículo publicado originalmente en la revista Rockdelux 268 de diciembre de 2008)



A guantazos con los formatos

Es un hecho: el mundo se divide en buenas y malas canciones; en discos capaces de alegrarte una mañana y otros que te la arruinan sin que te des cuenta. Y tan cierto como esto es que la música tiene la maravillosa cualidad de hablar por sí misma, independientemente del formato en el que esté servida y de si de fondo se oye el zumbido de la aguja arañado el vinilo o el eco anestesiado del formato digital.


¿Mejora un vinilo –perdón, “disco de vinilo”– una mala canción? Ni de coña. Ya puede estar embutido en una lujosa carpeta desplegable que si la materia prima falla no hay nada qué hacer. Exactamente lo mismo ocurre con cualquier formato digital: por mucha mejora técnica que haya, tiene que haber una buena base sobre la que trabajar. El formato en sí es algo irrelevante. Lo sabe cualquiera que acumule en su casa LP’s, 7”, CD’s, e incluso algún que otro aparatejo maléfico que escupe música digital: a final, todos cumplen espléndidamente su función, que no es otra que almacenar y transportar MÚSICA. Sí, en mayúsculas, que es lo que debería importarle a cualquiera que no sea técnico de sonido o un fetichista de los formatos.

Puede que el CD sea feo, pero también es práctico y fácil de almacenar. Lo mismo ocurre con el vinilo: funciona mejor como objeto artístico, pero tampoco es tan raro encontrarse con LP’s desastrosamente prensado y fabricados con restos de neumáticos o con novedades grabadas en formato digital que suenan como el culo en su trasvase analógico. Consideraciones técnicas al margen y dando por sentado que no es lo mismo acumular objetos que coleccionar emociones, sensaciones y, en fin, canciones, cuestionar la validez de un formato –el que sea- es tan inútil como rasgarse las vestiduras y quemarse a lo bonzo ante el envoltorio de un regalo. LA VERDAD está ahí dentro. Old clothes do not make a tortured artist, escribía Kevin Rowland en la contraportada de Searching For Young Soul Rebels. Lo mismo podría decirse de la música.

(Artículo publicado originalmente en la sección Visto y no Visto de la revista Rockdelux 268 de diciembre de 2008)

Motown, la casa de los éxitos

Stevie Wonder & The Funk Brothers

Un cofre antológico de diez discos y más de doscientas canciones reaviva el legado de Motown coincidiendo con el 50º Aniversario de la discográfica de Detroit

La idea era tan aparentemente sencilla que cuesta creer que a nadie le ocurriera antes: si los blancos se habían apoderado del rhythm'n'blues y lo habían centrifugado en los cubículos del Brill Building neoyorquino, ¿por qué no pagarles con la misma moneda? O, mejor aún, ¿por qué no ir todavía más lejos? «Por aquel entonces, la industria de la música estaba dividida -recuerda el cantante y compositor Smokey Robinson-. Pero desde el día en que Motown empezó, Gordy nos dijo: "No vamos a hacer música negra; vamos a hacer música para todo el mundo"».

Y el mundo, claro, se volvió loco: melodías urgentes, soul refinado, voces elásticas y poderosas, pop lijado y embadurnado con brillantes capas de rythm'n'blues, el fabuloso bajo de James Jamerson marcando el compás y atornillando el ritmo, los destellos de cuerdas y pandereta? La marca de fábrica Motown, el «sonido de la joven América», rugiendo en los altavoces de blancos y negros y conquistando entre aullidos y caderazos las listas de ventas. ¿Ejemplos? Ahí van unos cuantos: Please Mr. Postman, Baby Love, My Girl, I Can't Help Myself (Sugar Pie, Honey Bunch), Ain?t Too Proud To Beg, Reach Out I?ll Be There, What?s Going On, Get Ready, ABC, Stoned Love... Y así podríamos seguir hasta que se nos acabase el espacio.


Berry Gordy Jr.

Oro negro. «Bombardeamos el mundo con discos de éxito», sentencia Robinson en el libreto del lujoso Motown: The Complete No.1's, cofre del tesoro que reúne en diez discos todos los sencillos que llegaron a lo más alto de las listas de ventas entre 1961 y 2000 y que reviven una vez más para conmemorar el 50 aniversario del legendario sello de Detroit. Son más de doscientas canciones, sí, pero apenas consiguen reflejar la luminosa cara A de una historia que, medio siglo después, no se entiende sin la insuperable colección de sencillos Hitsville USA. The Motown Singles Collection 1959-1971 ni sin versiones alternativas y más completas como las que brindan el documental Standing In The Shadows Of Motown y el libro Motown: Music, Sex, Money And Power, de Gerald Posner.

Fundada en 1959 por Berry Gordy Jr, autor de algunos de los primeros éxitos de Jackie Wilson y operario de la fábrica Ford de Detroit, Motown nació a imagen y semejanza de esas cadenas de montaje que su creador tan bien conocía: compositores, arreglistas, músicos y cantantes trabajando en departamentos contiguos en busca de un único objetivo común: el éxito. Ahí están el segundo sencillo que publicó el sello -Money (That?s What I What I Want), cantado por Barret Strong y firmado, cómo no, por Gordy- y el nombre que le pusieron al cuartel general del sello en Detroit -Hitsville, la casa de los éxitos- para confirmar que, en efecto, Motown había nacido para comerse el mundo.

The Four Tops

12 millones de discos al año. La conjunción fue prácticamente perfecta: en la planta baja, el equipo creativo comandado por los inagotables Eddie y Brian Holland y Lamont Dozier se sacaba un himno tras otro de la chistera y en el sótano, bautizado por los músicos como el Nido de Víboras, The Funk Brothers daban forma a las irresistibles melodías que acabarían cantando Marvin Gaye, Stevie Wonder, The Four Tops, The Miracles, The Temptations, The Contours, The Jackson 5 y varias decenas más de nombres propios que, entre el 63 y el 68, firmaron los mejores discos del sello. Gordy, instalado en el primer piso, lo manejaba todo con mano de hierro, confrontaba a sus artistas y multiplicaba los beneficios: vendía una media de 12 millones de discos anuales, pero sus compositores sólo recibían 2 dólares a la semana.


Marvin Gaye

Ain?t No Place Like Motown, cantaban The Velvelettes a mediados de los sesenta, y aún hoy, la historia del sello de Detroit es la de un inigualable modelo empresarial en el que la exuberancia de los lanzamientos no siempre reflejaba lo que se cocía realmente en las oficinas de Hitsville.

El traslado de los estudios a Los Ángeles y el interés de Gordy por convertir a su amada Diana Ross en estrella del celuloide fueron la puntilla, pero Motown siempre estuvo bien servida de episodios oscuros: los músicos tenían que lidiar con detectives contratados por Gordy para evitar que grabasen para otros artistas; el dream team compositivo formado por los hermanos Holland y Dozier se hartó de que se le regateara el jornal y se independizó para fundar Invictus; y Marvin Gaye tuvo que plantarse para poder grabar What?s Going On, obra maestra y conceptual de la que Gordy no quería saber nada debido a su inflamada carga social.

Luces y sombras. Como no es oro todo lo que reluce, el recopilatorio, igual que la historia del sello, empieza a flaquear a principios de los setenta y después de Let?s Get It On llega una cuesta abajo solo amortiguada ligeramente por el éxito de The Commodores. Así, para llegar al Bag Lady de Erykha Badu no hay más remedio que atravesar las toneladas de azúcar con las que Lionel Richie, Boyz II Men y, en fin, el Stevie Wonder de I Just Called To Say I Love You, transformaron uno de los catálogos más robustos y excitantes de la historia del pop en un pringue de cuidado.

Atrás quedaba la época dorada de un sello que convirtió el soul en nuevo pop, y que navega ahora la deriva en el océano de sellos de Universal -Gordy vendió la compañía en 1988 por 61 millones de dólares- a la espera de que onomásticas como ésta le permitan desempolvar un legado artístico que, a pesar de su sobreexplotación, sigue siendo un paradigma de calidad, popularidad y rentabilidad comercial.

El sueño húmedo de cualquier empresario discográfico que Gordy hizo realidad con 800 dólares en el bolsillo y una ambición a prueba de bombas.



Edificio de la Motown en Detroit

Artículo publicado orginalmente en el suplemento ABC De Las Artes y Las Letras el 27 de diciembre de 2008)