Dayna Kurtz, el alma al aire

La cantautora estadounidense actúa el 6 de octubre en la sala Apolo

La crítica saludó su aparición haciendo la ola y forzando rimbombantes comparaciones con Tom Waits, Billie Holliday y Leonard Cohen, nombres de los que picotea sin llegar a atiborrarse, pero eso ya es agua pasada. Desde que publicó prácticamente del tirón "Postcards From Downtown”, “Beautiful Yesterday” y “Another Black Feather”, Dayna Kurtz se ha ganado el derecho a militar en la liga de las Grandes Cantautoras Estadounindeses Vivas, la misma que recibe ahora con pitos y clarines el enérgico “American Standard”.

Enérgico porque, a pesar de que sigue siendo la misma, algo ha cambiado. Se acabó eso de jugar al despiste volviendo locos a quienes no saben si encasillarla en el folk, el jazz, el country o la americana. "Creo que ya no puedo confundir más a la gente", bromea Kurtz, mientras confiesa que todo el rock antiguo y el rockabilly que ha estado escuchando en los últimos años ha cristalizado en su disco más "americano".

"Apenas hay influencias europeas", señala sobre un disco en el que las raíces, puntiagudas e incisivas, se entremezclan con versiones de Elliott Smith y The Replacements. "Me atrae mucho la idea de meterme en la cabeza de otros músicos e intentar descubrir en qué pensaban cuando compusieron una determinada canción", explica.

Aún así, las versiones no son más que el condimento festivo de una autora que sigue creciéndose en la composición y firmando delicias como "Are You Dancing With Her Tonight", "Billboards For Jesus" o la carnavalesca "Election Day". "Con el tiempo, creo que me estoy convirtiendo en una algo así como una escritora de cuentos –explica-. Al principio me esforzaba mucho por hacerme entender y porque la gente conociese mis sentimientos, pero ahora creo que cuanto más me alejo de mis propios sentimientos más cerca estoy de la honestidad. Suena contradictorio, pero no para mí".

(Artículo publicado originalmente el viernes 2 de octubre en el suplemento M360)

John Fogerty, historia viva del rock americano


Cuatro décadas desde que empezó a escribir la historia del rock americano con letras de las gordas junto a Creedence Clearwater Revival, otras tantas sin dejarse ver por aquí y, a pesar de todo el tiempo transcurrido o precisamente a causa de ello, había ganas de John Fogerty. Muchas ganas.


De ahí que al final se acabaran agotando las entradas y el Sant Jordi Club se transformase en un hervidero repleto de expectación y público intergeneracional. Padres e hijos reunidos para ver el estreno en Barcelona de John Fogerty, acaso el aristócrata del rock que más se ha hecho de rogar retrasando hasta lo indecible su estreno en nuestros escenarios.

El arranque fue espectacular, con “Up Around The Bend” pellizcada por ¡cinco! guitarras y “Green River” lijando el blues y el rock rural, pero lo mejor estaba por llegar: durante dos horas, un Fogerty eufórico y en plenas facultades vocales abrió de par en par el arcón de los recuerdos y combinó el extenuante maratón de himnos de la era Creedence con puntuales excursiones a su obra en solitario.

Arropado por unos músicos que intercambiaban posiciones e instrumentos para exhibir fiereza en formación de a cinco o primar el detalle tirando de teclados, violín y percusiones, el californiano fue lanzando desde el escenario bombas de acción inmediata como “Who’ll Stop The Rain”, “Lookin’ Out My Backdoor”, “Born On The Bayou”, “Have You Ever Seen The Rain?”, “Cotton Fields”, “Keep On Chooglin'”, "Sweet Hitch-Hiker"…. Algunas quedaron algo emborronadas por una tendencia al virtuosismo de un Fogerty demasiado generoso en exhibiciones instrumentales , pero casi todas conservan aún su bendita aureola de himnos rurales y pantanosos.

Piezas excesivamente tiernas como “Joy Of My Life” rebajaron un poco la temperatura, pero el ambiente no tardó demasiado en caldearse de nuevo con una traca final de lujo: “Down On The Corner”,”The Old Man Down The Road”, “Fortunate Son” y, ya en los bises, “Rockin’ All Over The World” y “Proud Mary”.

Solo le faltó tocar “Hey Tonight” y “The Midnight Special” para que el delirio fuese completo, pero en su lugar prefirió fundir a negro para rescatar la parte más rugosa de la Creedence con correosas versiones de “I Put A Spell On You”, “I Heard It Through The Grapevine” y “Run Through The Jungle”, piezas que no habían sonado en el resto de la gira española. Impecable. Será esto a lo que se refieren cuando hablan de historia viva.

Lucinda Williams, la reina de corazones


Mírenla bien. No debe ser nada fácil andar todo el día con el pellejo de Lucinda Williams cosido al esqueleto. Siempre hurgando en la herida de las emociones propias para regocijo de extraños y ajenos. Siempre tratando de esquivar el dolor y, aún así, cayendo una y otra vez en él. Escuchen los latigazos de «Essence» y «World Without Tears» y hallarán a una mujer desgarrada que se deja la carne entre aguijonazos de blues, primorosas baladas cuarteadas y espasmos de electricidad descontrolada.

Mírenla y no pierdan detalle, ya que la actuación de mañana en Joy Eslava será su estreno en Madrid y la penúltima parada de su primera gira por España. Casi nada. «Le he preguntado muchas veces a mi equipo porque no habíamos venido antes a tocar, pero sencillamente no tengo una respuesta», señala una artista que, a pesar de lo guadianesco de su carrera discográfica, lleva desde 1979 alimentando las calderas de la música americana.

Escúchenla bien: es la misma mujer que hace dos años firmó el tristísimo y pelín aparatoso «West» y que ahora regresa con «Little Honey», un álbum menos alegre de lo que pueda pensarse. Suena fresco, directo y espontáneo, sí, pero ¿feliz? «No es mi disco feliz. De hecho, la mayoría de canciones son de cuando grabé ‘West’, un disco que debería haber sido doble pero que al final se quedó en sencillo», explica Williams.

Feliz o no, lo cierto es que «Litte Honey» rompe con la melancolía oceánica que se había apoderada de la Gran Dama de la Americana y enlaza con, pongamos, “Car Wheels On A Gravel Road”, álbum que hace una década le abrió las puertas del gran público y la convirtió en lo más parecido a la versión femenina de Bob Dylan. Como éste, Williams lleva dos décadas entrelazando las músicas de raíz americana con la influencia de escritoras como Flannery O’Connor. «Crecí apreciando las palabras y la lengua –explica-. Mi padre es poeta y, además de transmitirme su amor por el lenguaje, fue mi auténtico mentor».

(Artículo publicado en el suplemento M360 de ABC el 17 de julio de 2009)

Wilco, la octava maravilla



Poco importa que se hayan alejado del imponente rock experimental de "Yanke Foxtrot Hotel" y "A Ghost Is Born" y que sus últimos trabajos no sean más que hermosas y soleadas antologías de baladas con fractura e himnos con raíces: ver a a Wilco sobre un escenario sigue siendo una experiencia única; lo más parecido a una inyección de fe para seguir creyendo en el rock e imaginar que, aunque solo sea por una noche, es posible que una banda reúna en un mismo escenario a Sonic Youth, The Beatles, The Velvet Underground y Television.


A un mes de publicar su nuevo trabajo, “Wilco (The Album)”, los de Chicago aterrizaron en el Auditori de Barcelona con todas las entradas agotadas y firmaron una ejemplar sesión de rock a doce manos que fue creciendo entre texturas eléctricas, arabescos de guitarra cortesía de Nils Cline e imponentes cimas melódicas como “Jesus Etc.”, “Via Chicago”, “Hummingbird”, “The Great Lakes”, “A Shot In The Arm” y “Kamera”.

Incluso la suave brisa de “Sky Blue Sky” se convierte en un poderoso huracán en cuanto los norteamericanos afilan guitarras y desbocan teclados para rehacer en directo piezas como “Side With The Seeds”, “Hate It Here” o la volcánica “Impossible Germany”. Es un hecho: los discos de Wilco no están terminados hasta que suenan en directo, por lo que después de recibir la tremenda sacudida de “Bull Black Nova” no queda más remedio que escuchar su nuevo trabajo con otros oídos.

Ni siquiera la frialdad del recinto pareció afectar a una banda que, en la recta final de su gira europea, sonó especialmente intensa y motivada: entre la ternura de “Hell Is Crome” , el desmelene final de “I Am A Wheel”, la algarabía de “Hoodoo Voodoo” o el particularísimo sentido del humor de un Jeff Tweddy que cada día canta mejor, Wilco exhibieron su grandeza sin medias tintas e hilvanando hábilmente rock, pop, vanguardia y raíces americanas. Otra gran noche. Y ya van cuatro.



La bendita locura de Grizzly Bear



Era un secreto a voces.

Bueno, en realidad no era ningún secreto, porque “Veckatimest” lleva meses circulando alegre y gratuitamente por el hilo musical de Internet, pero antes incluso de eso ya se intuía que el regreso de Grizzly Bear iba a ser una de las cumbres de la temporada. De ahí lo de las voces: quien más quien menos esperaba que los de Brooklyn acabase concretando todo lo bueno que se intuía en el anterior “Yellow House” y diesen el salto definitivo a la primera división del pop moderno.

Se intuía, sí, pero ahora ya se puede decir bien alto: he aquí una obra tremenda y desbordante, un disco que transforma en canciones lo que antes eran enredaderas armónicas sin perder la vista la ambición y la necesaria relectura del pasado.

En un año en el que Animal Collective se han llevado la palma reinterpretando el pop y acondicionándolo con parcheados sintéticos y anzuelos futuristas, Christopher Bear, Ed Droste, Daniel Rossen y Chris Taylor han hecho lo propio aligerando el peso de los Beach Boys con zarpazos a The High Llamas, The Velvet Underground y Pink Floyd – pero ojo, los de Syd Barret, no los de los delirios conceptuales y los cerdos voladores– y tirando del hilo de las canciones hasta plantarse en la orilla de la tradición con un cargamento de ideas brillantes y arreglos exquisitos que se desparraman sobre los partituras.

Sin llegar a perder la cabeza del todo, “Veckatimest” revolotea alrededor de la bendita locura de Brian Wilson y sobrevuela la historia del pop con dos himnos-pértiga –“Two Weeks” y “While You Wait For The Others”– para acabar aterrizando en una isla que, igual que el título del disco, referencia a un islote deshabitado de Massachusetts, mantiene a Grizzly Bear a salvo y a distancia del vaivén de las tendencias.

A veces suenan como unos Radiohead abducidos por el embrujo del folk británico y otras como unos ilustradísimos artesanos de la melodía, pero es el sonado abordaje al pop de corte y confección lo que acaba deslumbrando en una que obra, a pesar de perder cierto fuelle en su tramo final, aporta una perspectiva cálida y orgánica a la renovación de la banda sonora de los últimos tiempos.

(Artículo publicado originalmente en ABCD Las Artes y Las Letras el 23 de mayo de 2009)

Green Day y el sobrepeso de la ambición


Admitámoslo: mezclar en una misma frase conceptos como ópera y punk es algo así como detonar un petardo en un depósito de combustible. O, ya puestos, como regar alegremente a un ejército de Gremlins con una manguera de alta presión. Puede que las consecuencias sean imprevisibles, pero casi todo el mundo se imagina lo que va a ocurrir.

Así que ante el regreso de Green Day con “21st Century Breakdown”, segunda incursión conceptual de la banda el los males de la vida moderna tras “American Idiot”, solo quedan dos opciones: o ponerse a enterrar como un loco los discos de The Clash ante una posible pandemia infecciosa o intentar tomarse en serio a una banda que hasta no hace mucho había hecho de la guasa su razón de ser.


La segunda opción, la de tomarse en serio al trío de Berkley, pasa por comprender que los de Billie Joe Armstrong empezaron a escaparse de los márgenes del punk-pop de “Dookie” con “Warning” y al final se han acabado pasando de frenada. Ante la necesidad de ejecutar otra vez la misma pirueta que les llevó a resucitar comercialmente vendiendo 13 millones de copias, Green Day han vuelto a caer en los mismos males. Peor aún: si “American Idiot” quedaba ligeramente justificado por el contexto político, “21st Century Breakdown” no pasa de apresurada e ingenua aproximación a los tiempos que corren.


Lo que aquí se cuenta –o por lo menos se intenta: seguir a los personajes es casi tan confuso como intentar informarse de la crisis económica a través de la MTV- es una historia de amor en tiempos de revolución y caos troceada en tres actos y servida en un envoltorio de superproducción que, por muy buenas que sen las intenciones, ni siquiera deja espacio para esa mala uva de diseño que, algo es algo, sí que se intuía en “American Idiot”.

"21st Century" es, en fin, como ver a un especialista en los 100 metros lisos tratando de ganar la maratón. La banda llega a la meta desfondada y el oyente, mareado después de ver como dan tumbos entre guiños balcánicos –“Paecemaker”–, inofensivos estribillos de punk-pop de laboratorio–“Kwon Your Enemy”, “The Static Age”–, plomizas baladas –“Last Night On Earth”- y pomposos arrumacos al AOR –“Restless Heart Syndrome”-. Agotador.

Sesión de espiritismo con Manic Street Preachers


Seguro que les suena la historia: Richey James, el malogrado letrista de Manic Street Preachers, reivindicando la ética del punk y escribiéndose en el brazo el lema “4 Real” con una cuchilla de afeitar. Para verlo.

Pocos años después el galés desaparecería del mapa y sus compañeros empezarían a subastar su supuesta autenticidad con discos cada vez más espesos, domesticados e inofensivos. Después de “Everything Must Go”, primer trabajo de la banda sin James –aunque con algunas letras suyas–, la carrera de los autores de “Know Your Enemy” se convertiría en una fila india de pifias y palos de ciego. Una accidentada travesía que , sin embargo, parece llegar a su fin con Journal For Plague Lovers”, emocionante trabajo en el que los Manics le ponen música y corazón a las letras que James dejó escritas antes de esfumarse del mapa.


Los Manic Street Preachers, todavía con Richey James, en Glastonbury 1994

Esto es como sabrán, el disco post-mortem de los galeses; una ofrenda funeraria a un James que fue declarado oficialmente muerto a finales del año pasado y que no solo recupera su memoria y sus apuntes, sino que ha permitido al trío quitarse quince años de encima y enlazar directamente con “The Holy Bible”. Ya lo intentaron con el espeso “Send Away The Tigers”, pero es “Journal Plagues For Lovers” el disco que devuelve a los Manic Street Preachers a la casilla de salida y les permite reencontrarse con su pop aguerrido, acorzadazo y atrozmente herido.

La angustia y la depresión, tortuosos motores creativos de los noventa, transplantados de nuevo en una década en la que el tráfico de confesiones parece haberse convertido en negocio exclusivo de las plañideras del folk.




Quizá sea la presencia en los controles de Steve Albini, célebre productor y cable de alta tensión que electrocuta cuanto toca, lo que explique el brioso repunte eléctrico de los galeses, pero no puede ser una simple casualidad que su disco más inspirado en lo que va de década coincida con la exhumación de los textos dolientes y desesperados de James.

Como explica el cantante James Dean Bradfield en el vídeo que aparece más abajo, los Manics entraron en el estudio siendo plenamente conscientes de la responsabilidad que tenían con esas letras y, entre eso y la ayudita espirtual que les haya podido mandar James desde el más allá, la verdad es que les ha quedado un disco de lo más apañado.

(Artículo publicado en el suplemento M360 el viernes 22 de mayo)

Tarantuleando



Pasó el ciclón Joe Crepúsculo y aquí están de nuevo Tarántula, extendiendo su brazo musical y tirando del hilo del rock’n’roll de derribo para retomarlo justo donde lo dejaron con “Esperando a Ramón”. O, lo que lo mismo, para seguir reivindicándose como la banda más bizarra, desternillante y políticamente incorrecta del indie patrio. De cuatro tipos que gastan nombres como Vincent Leone, Joe Crepúsculo, Dani Descabello y Eneko Trece se puede esperar cualquier disparate, pero “Humildad trascendental” va mucho más allá del chascarrillo de temporada para convertirse la primera gran radiografía de los tiempos que corren.

No se cortan un pelo los barceloneses y, con la influencia de Derribos Arias más y mejor digerida, disparan aquí contra todo lo que se les ponga a tiro, ya sea la economía, la gran mentira del arte o ese “pozo negro de Cataluña” que es Barcelona. “Solo me importa la ficción, la ciencia no la entiendo”, braman en “Total por una noche”, uno de esos anti-himnos torcidos que, como “Antisistema solar”, “Gusano”, “A la bolsa” y “El vals de las mariposas”, lubrican un álbum en el que las melodías, ebrias y deliberadamente afeadas, avanzan haciendo la conga entre latigazos de pop esquizoide, churretones de rock, destartalados ritmos sintéticos y filosofía de barra de bar. De locos.

The Mae Shi__ Run To Your Grave

Homedrunk__The Unfinished Sympathy

Za, guerrilleros de la vanguardia


Es fácil acordarse de ellos. Seguro que Warren Ellis (The Dirty Three) sigue teniendo pesadillas y sudores fríos con esa banda que le aguó la presentación de “Ocean Songs” en el Primavera Sound barcelonés de 2007. No es para menos: mientras los australianos reproducían las estampas acuosas de su cuarto disco, tres catalanes semidesconocidos andaban metiendo un ruido de miedo en un escenario contiguo y llenándolo todo de electricidad estática, interferencias y pedacitos de canciones convenientemente despellejadas y trituradas.

Bien pensado, ¿qué otra cosa se puede esperar de una banda que se presentó en sociedad “como una gran bola cúbica de granito” con “Eki eki eki Kazaaam!” y que regresa ahora con “Macumba o muerte”, un disco en el que lo mismo reconocen la influencia de Monty Python y los cantos de los pastores de Tuva que se apropian de una canción tradicional siberiana y de los sonidos de un mercado árabe?

Que el disco lo haya masterizado Bob Weston (Shellac) en Chicago puede ser una prueba de que la cosa va en serio, pero si algo no necesitan Za son padrinos. Ellos solos se sobra y se bastan para orquestar una escabechina de free-jazz, hardcore desenfocado y afiladísimo punk de trinchera en la que solo tres tipos se las apañan para manejar hasta nueve instrumentos y decenas de referencias diferentes.

Ni siquiera necesitan letras o palabras inteligibles para firmar un impetuoso y alocado disco que, pura fibra y músculo, se deja caer por el despeñadero de la vanguardia procurando tropezar con cualquier estilo que implique meter ruido y hacer el indio. Será por eso que “Macumba o muerte” es, con sus trompetas como de mariachis beodos, sus ritmos de inspiración africana y el zumbido de unas guitarras que van de The Ex a Zu, uno de esos extrañísimos casos en los que experimentación no es sinónimo de aburrimiento, sino de todo lo contrario. La vanguardia es aquí algo crepitante, cercano, peligroso y amenazante. Algo vivo y, sobre todo, disfrutable.

(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y Las Letras el 9 de mayo de 2009)

Poptimismo__ The Boo Radleys

Bob Dylan cambia de mano


Veamos, ¿queda algo por decir de Bob Dylan? ¿Algo nuevo que escribir? Poeta visionario, renovador de la tradición norteamericana, eterno candidato a un Nobel que, según parece, le va a seguir esquivando unos cuantos años, huraño corredor de fondo, leyenda de carretera y manta, enemigo de los focos, guitarrista eternamente escondido tras una barricada con forma de teclado… Parece que a estas alturas, no queda nada por descubrir del autor de “Like A Rolling Stone”. ¿O sí? Quizá a nosotros se nos acaban las palabras, pero a él no. Eso seguro.

O eso parece después de ver cómo ha tirado del hilo de “‘Life Is Hard’, tema compuesto para la película ‘My Own Love Song’, de Oliver Dahan, y se ha acabado tropezando con “Together Trough Life”, un disco que, efectivamente, no estaban en el guión. Y precisamente por eso, por esa inesperada erupción de creatividad, el disco número 46 del de Duluth presenta a Dylan con las mismas cartas de siempre pero jugando una mano diferente.

Sí, diferente: después de una tacada de discos líricamente amargos, “Together Trough Life” suena a divertimento. Pero no divertimento como sinónimo de menor, sino como sinónimo de pasarlo en grande revolcándose en la ciénaga del blues, dibujando pinceladas de música cajún aquí y allá y dejándose llevar por el acordeón de David Hidalgo (Los Lobos) y la guitarra de Mike Campbell (The Heartbreakers).

Asegura Dylan que se trata de un disco de “romanticismo afilado”, y aunque la ironía siga campando a sus anchas, los versos suenan menos lóbregos que antaño y las continuas rozaduras estilísticas, del blues al rythm’n’blues pasando por el rock de los años cincuenta, el tex-mex y las especias norteñas, iluminan este álbum con una luz diferente. La luz del amor hallado y, sobre todo, perdido.

(Artículo publicado originalmente en el suplemento M360 de ABC el 1 de mayo de 2009)



David Byrne, especie a proteger


Esto va en serio: alguien debería pensar en convertir a David Byrne en especie protegida. Tampoco es tan normal que alguien al borde de los sesenta y con más de tres décadas de carrera aparezca sobre un escenario dispuesto a vaciarse por completo y a reivindicar el escenario como obra de arte total en la que todo (sí, TODO) está relacionado e interconectado. No se conforma el escocés con comprobar que su legado sigue siendo objeto de estudio y adoración y, noche tras noche, busca nuevas excusas para sacar del museo su pop de arte y ensayo y dejar que el público lo manosee y reutilice.

«Esta noche yo seré el sampler», bromeó el ex líder de Talking Heads cuando, antes de atacar «Help Me Somebody», recordó cómo Brian Eno y él empezaron a investigar y reutilizar pedacitos de sonido sacados de aquí y allá para grabar “My Life In The Bush Of Goshts» y sentaron cátedra en el arte del corta y pega sampledélico. Dicho y hecho, Byrne diseccionó su carrera, dejó para mejor ocasión cualquier guiño a su obra en solitario y centró el concierto en todos sus producciones creadas al alimón con Eno. ¿La excusa? El reciente «Everything That Happens Will Happen Today», álbum que abrió la noche en el Palau de la Música con «Strange Overtones» y le permitió tirar del hilo para llegar a los trabajos que Eno produjo para Talking Heads.

Sobre el escenario, cuatro músicos, tres coristas y cuatro bailarines, todos de blanco nuclear, interpretaron una soberbia función de pop recuadrado y funk destartalado; tripas y máquinas hechas un manojo de nervios y ejecutadas de un modo impecable. Encajando el espíritu de los mejores Talking Heads, los del furor polirrítmico de «I Zimbra», «Houses In Motion», «Croos-Eyed & Painless» y «Once In A Lifetime», en ese nuevo lienzo que conforman «One Fine Day», «Wanted For Life», «Poor Life» y «Life Is Long» y echando el resto con acaloradas y briosas versiones de «Take Me To The River», «The Great Curve» y «Burning Down The House», Byrne firmó una espléndida función de pop en movimiento que solo hubiese mejorado con la presencia de Eno sobre el escenario. Pero eso, claro, ya sería pedir demasiado.



Super Furry Animals, de nuevo con los cables cruzados


“Free your mind… and your ass will follow”, cantaba el inigualable George Clinton, extraterrestre del funk y emisario de un planeta muy lejano que, cada vez queda más claro, debió alojar en otro tiempo el ovni con el que los galeses Super Furry Animals aterrizaron ya hace algunos años sobre el pop británico. ¿Su misión? Fácil: demostrar que la rareza con canciones entra y poner en órbita sus chifladuras cósmicas sin renunciar al socorrido amarre de los estribillos, estrategia que les convirtió durante unos años en la banda más divertida del planeta y les llevó a firmar auténticas obras maestras del disparate como “Rings Around The World”. El delirio, una vez más, al servicio de la regeneración creativa.

No hace mucho, sin embargo, los galeses empezaron a ser normales. Demasiado normales, incluso. Se habían acostumbrado a nosotros, sus canciones avanzaban en línea recta y discos como “Love Kraft” y “Hey Venus!” parecían como infectados por el virus de la más absoluta cordura. Es más: el rastro de la banda empezó a desdibujarse entre los proyectos paralelos de Gruff Rhys, cantante y hombre para todo que lo mismo ponía voz a astracanadas de tecno-pop bufo como Neon Neon que firmaba un álbum en solitario con canciones de cuna psicotrópicas y odas a Ronaldinho. Todo apuntaba, en fin, a que Super Furry Animals habían perdido fuelle y magia y, sin embargo, aquí está “Dark Days/Light Years” para rehabilitar la imagen de una banda que sale de nuevo a escena con los cables cruzados y, como su propio nombre indica, ganas de hacer el animal.

Liberada la mente, solo queda dejar que el resto del cuerpo se anime y siga sus pasos, y a eso precisamente se dedican los autores de “Calimero” en su noveno disco de estudio. Siempre se las ha apañado el quinteto de Cardiff para convertir su afición por el pastiche en una robusta y pegadiza colección de canciones con pies y cabeza, pero “Dark Days/Light Years” fuerza aún más la máquina para construir un alocado rompecabezas de funk intergaláctico, psicodelia alucinada, brochazos de rock duro, intimidades acústicas, electrónica satinada y pop cegador. Todo perfectamente entreverado y convenientemente abollado para que nada parezca lo que realmente es.

En manos de cualquier otro grupo estaríamos hablando, en efecto, de un auténtico disparate, pero Super Furry Animals convierten lo que parece un sinsentido en una imbatible cadena de himnos (“Helium Hearts”, “Inaugural Trams”, “Mt”, “Where Do You Wanna Go”) soldados a una serie de jugosos experimentos sintéticos (“The Very Best Of Neil Diamond”, “Pric”) servidos con los ojos en blanco y los cables cruzados. Sí, otra vez. Y que dure.
David Morán

(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y las Letras el 25 de abril de 2009)

Bill Callahan a vista de águila


Nunca ha sido Bill Callahan un tipo demasiado dado a repetirse. Durante los últimos veinte años, el artista antes conocido como (Smog) –con o sin paréntesis, según el caso– siempre ha gustado de jugar al ratón y al gato con su propia evolución planeando cada nuevo trabajo como si fuese el primero y construyéndose poco a poco un amplio ventanal desde el que el contemplar el polvoriento paisaje de la música de raíz americana.

No es “Sometimes I Wish We Were An Eagle” ninguna excepción y, después del soleado y luminoso “Woke On A Whaleheart”, el de Maryland se escora de nuevo hacia el rock gótico para tallar en granito unas composiciones que resbalan entre enredaderas de vientos y cuerdas. Esto es, en fin, el mismo Callahan de siempre y, al mismo tiempo, un Callahan completamente diferente.

“Empecé a contar una historia sin conocer el final, solía ser oscuro y me volví luminoso, y ahora soy oscuro otra vez”, se oye en la inaugural “Jim Cain”, pieza que, a pesar de lo que pueda parecer, no pretende explicar el camino que ha seguido Callahan para llegar hasta aquí, sino que quiere ser un homenaje a James M. Cain, autor de “El cartero siempre llama dos veces” y uno de los escritores de cabecera del estadounidense. Aún así, ese ir y venir entre luces y sombras parece la metáfora perfecta para un disco dolorosamente bello y espinado; un trabajo de tono apagado y melancólico que, sin embargo, no transmite tristeza ni desilusión, sino algo mucho más complicado de explicar.

Curado de espantos y con el mal de amores escondido en algún cajón –acaba de romper, según informa la prensa rosa del indie, con Joanna Newson–, Callahan alza de nuevo esa voz de barítono somnoliento y, desde una tercera o cuarta dimensión en la que coincidirían Lou Reed, Leonad Cohen y Nick Cave, construye un nuevo monumento de rock áspero y enrevesado en el que se refleja la belleza de “Rococo Zephyr” y “Too Many Birds” y que acaba coronando la monumental “Faith/Void”, casi diez minutos de desengaños religiosos y cuerdas suspendidas. Una maravilla. Otra más.
David Morán



(Artículo publicado originalmente en el suplemento
ABCD Las Artes y las Letras el 18 de abril de 2009)

Hello Cuca, la historia de una actitud


En el sobrecargado universo discográfico, existen dos tipos de discos recopilatorios: los que ni siquiera se pueden reciclar como posavasos y los que, por contra, son sencillamente imprescindibles y absolutamente necesarios. ¿Adivinan a cuál de las dos categorías pertenece “Esplendor en la arena”? Han acertado. He aquí uno de esos trabajos que permiten explicar no solo la historia de la banda protagonista, sino también la de buena parte de la música independiente más próxima y reciente.

La banda en cuestión no es otra que Hello Cuca, trío murciano formado y Alfonso Melero y las hermanas Lidia y Mabel Damunt y cama elástica sobre la que rebota en busca de impulso buena parte de la escena indie española. Porque Hello Cuca no son como los demás. Ni se parecen, vamos. Llegaron de La Manga del Mar con muchas ganas de armar ruido y en doce pausados y guadianescos años se han convertido en la mezcla perfecta de ética y estética aplicada al pop.

Apenas tocan en directo, publican sus canciones solo cuando les apetece desde su propio sello Rompepistas y casi toda su producción está desperdigada en discos de 7”, recopilatorios, LP’s compartidos y EP’s semiclandestinos. A este goteo creativo trata de poner ahora un poco de orden el sello Astrohúngaro con “Esplendor en la arena”, antología definitiva que recoge treinta y tres canciones que los autores de “Rompetelalma” se habían dejado desperdigadas a lo largo y ancho de la última década.

Espléndido retrato de la evolución inversa de la banda –el viaje arranca con la canción más reciente y se cierra, una hora después y echando chispas, con la más antigua–, este trabajo subtitulado “33 canciones bajo el sol” completa la panorámica que va del punk feminista y espartano anudado a las enseñanzas de Sleater-Kinney y las riot grrrl de “Hormigas robot” al blues rock destartalo y como de juguete de “Párate aquí”. Entremedio, Hello Cuca se las han ingeniado para alumbrar canciones para hacer el cavernícola sin perder la compostura (si es que eso es posible), estribillos de un minimalismo desbordante e himnos electrocutados de los que uno sale con las pestañas chamuscadas y ganas de más.

A esta última necesidad dan respuesta incluyendo cuatro temas inéditos que, de los coros repletos de du-du-as de “Oh, Luba” a ese nuevo himno que es “Juanita Lágrima”, continúan depurando con emoción e intensidad la historia de una banda que le ha devuelto el significado a palabras tan manoseadas y vacías como rebeldía, autogestión y actitud.

(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y las Letras el 11 de abril de 2009)

Daniel Johnston, el último genio loco del pop


Se habría dejado cortar una mano por escribir el All You Need Is Love de los Beatles. En serio: cuando era joven empezó a vestirse y peinarse como si fuese un Beatle y modificó su acento para hacerse pasar por nativo de Liverpool, algo que, de puertas hacia fuera, debía parecer ridículo. Pero no para él. En su cabeza, Daniel Johnston (Sacramento, 1961) era un Beatle. El quinto o el sexto, quizá. No pregunten.

Niño prodigio. Porque Johnston, igual que su música, no se rige por las leyes de la normalidad. Es un genio loco, pero loco de verdad. No hay metáforas ni línea poética que separe la cordura de la genialidad en un músico que ha tenido que convivir durante buena parte de su vida con un trastorno bipolar y una larga lista de obsesiones que arranca en The Beatles y toma caminos cada vez más insospechados para desembocar en el fantasma Cásper, el Capitán América, el número nueve o el Diablo.

¿Algo más? Ahí va: Johnston empezó a sufrir depresiones crónicas en su infancia, empeoró con un primer mal de amores del que nunca ha acabado de curarse y trató de combatir sus fantasmas dedicándose al arte en cuerpo y alma. Filmó películas caseras, ilustró sus primeras grabaciones con cómics propios -de ahí nace el célebre dibujo que ilustra este artículo y que sirvió de carátula para la cinta Hi, How Are You?-, grabó todo tipo de reflexiones... Fue, en fin, un niño prodigio que, como Brian Wilson y Syd Barret, tuvo que aprender a convivir con un cerebro delicadillo y a conciliar su talento con sus entradas y salidas de instituciones mentales o su trabajo limpiando mesas en un McDonalds.

Este es el equipaje que el autor de Speeding Motorcycle arroja de nuevo al vacío discográfico en At Home Live, colección de grabaciones caseras que recuperan al Johnston más destartalado, entrañable y enigmático. Poco importa que en los últimos años haya pulido su trabajo creando discos vigorosos y aseados bajo la batuta de Mark Linkous (Sparkelhorse), Paul Leary (Buthole Surfers) o Kramer y haya colaborado con Yo La Tengo, Jad Fair y miembros de Sonic Youth; At Home Live es, con sus ladridos de perro y sus cuerdas desafinadas, un viaje al pasado que recupera el espíritu de aquellas grabaciones primerizas y espartanas que el californiano grababa en su casa y distribuía puerta por puerta en casetes manufacturados.

Un cómplice. Disponible únicamente en formato digital, no hay en At Home Live banda de acompañamiento, ni productor ni nada que se le parezca. Sólo una guitarra y un piano que suenan como una hormigonera averiada, una voz aniñada estrangulada por el paso del tiempo, y la cámara del artista visual Stephen Tompkins, cómplice de Johnston y responsable de haber puesto en circulación estas grabaciones domésticas registradas en 1999.

Así, entre versiones desenfocadas y magulladas de I Hate Myself, Love, The Spook o Silly Love, esta grabación en directo compone el enésimo retrato de un artista que es imposible reducir a unos simples trazos; un músico en constante pulso entre la genialidad y la demencia; entre el culto artístico y el anonimato forzado. Un genio del pop, el último quizá, capaz de firmar resplandecientes canciones como Walking The Cow o I Live For Love y, acto seguido, rechazar un contrato discográfico de Elektra por considerar que un sello que tiene entre sus filas a Metallica tiene que ser necesariamente satánico.

David Morán

(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y Las Letras el 4 de abril de 2009)

Ya lo decían The Clash...



Police and thieves in the streets
Scaring the nation with their guns and ammunition
Police and thieves in the street
Fighting the nation with their guns and ammunition

Murakami Superstar



Martes, 17-03-09
Puede que Haruki Murakami (Tokyo 1949) sea, como asegura Rodrigo Fresán, «el escritor japonés más cool» del momento, pero su alergia a los medios de comunicación empieza a ser preocupante. «No le gustan las multitudes, ni las cámaras de fotos, ni las ruedas de prensa. No le gusta nada», bromea Beatriz de Moura. No le falta razón a la editora de Tusquets: Murakami detesta saberse el centro de atención e incluso cuando Moura y su editor en catalán, Fèlix Riera, se enzarzan en una partida de ping-pong de alabanzas, el autor de «Norwegian Wood» se hace el sueco para concentrarse en algo que en ese momento le debe parecer lo más interesante de la sala: sus manos. (Seguir leyendo)

El paraíso perdido de Wavves


Teníamos la playa de los Beach Boys, Atlántida del pop hacia la que se han embarcado centenares de banda en busca de melodías gozosas, estribillos acaramelados y atardeceres anaranjados y, después de varios años de especulación, expansión inmobiliaria y urbanización salvaje, lo que tenemos ahora es un paraíso artificial superpoblado y flanqueado por bloques de cemento.

El oasis salvaje del pop, sobreexplotado y convertido en una urbanización de lujo para veraneantes de fin de semana.

No es el caso de Nathan Williams, jovencísimo geniecillo que es esconde tras Wavves y a quien su amor por la banda de Brian Wilson le ha llevado a utilizar las melodías de los californianos como trampolín para precipitarse sobre un pop ruidoso, desencajado y brioso que anuda el espíritu efervescente de los sesenta a los actuales excesos ruidistas.

El resultado de tan temeraria pirueta es “Wavvves”, un disco que suma uves como si fuesen galones y que, a pesar de coleccionar palabras fetiche como “beach”, “California” o “sun”, poco o nada tiene que ver con el pop tornasolado y amable del que asegura beber. Esto, tan arisco, seco y oxidado, es una vieja hormigonera que deglute capirotazos de distorsión descontrolada, falsetes ahogados por las guitarras y ritmos enredados en una drástica concepción de la baja fidelidad. Es, para entendernos, lo que habrían hecho No Age con el “Distortion” de los Magnetic Fields.

Siguiendo al pie de la letra el libro de estilo de The Jesus & Mary Chain y picoteando disimuladamente de la electrónica chatarrera –“Rainbow Everywere”– y el ruido a chorro –“Summer Goth”–, “Wavvves” huele a playa, sí, pero justo después de la tormenta, cuando el mar anda revuelto y la marea ha arrastrado hasta la orilla toneladas de chatarra y desperdicios.

El de San Diego es como Brian Wilson con una inyección de estimulantes y una capa de mugre que convierte el sonido en una baliza de caos y distorsión y guía el rumbo del nuevo pop estridente y corrupto. Aún así y a pesar de su espíritu premeditadamente espartano, a Williams se le escapan, se diría que casi sin querer, estupendos e infecciosos himnos dislocados como “So Bored”, “No Hope Kids”, “Gun In The Sun” o “To The Dregs”, sarpullidos melódicos intoxicados con cianuro que componen el flamante paraíso natural de Wavves.

David Morán



(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y Letras el 14 de marzo de 2009)

Condo Fucks y los disfraces de Yo La Tengo


Su discográfica ni lo confirma ni lo desmiente, pero las pistas son claras: el título, los alias que gastan, las voces que consiguen asomar la cabeza entre tanto acople y zarpazo de distorsión…

Condo Fucks, el “misterioso” trío norteamericano que gusta de rebozarse en el barro del garage y el rock primitivo es en realidad la excusa que se han buscado Ira Kaplan, Georgia Hubley y James McNew para esquivar la calma de sus últimos trabajos como Yo La Tengo y dar rienda suelta a sus más bajas pasiones.

Como una versión ratonera y destartalada de aquella gira que el año pasado llevó a los de Hoboken a recorrer teatros y pequeños recintos desenfocando composiciones propias y picoteando de cancioneros ajenos “Fuckbook” –sí, casi idéntico al “Fakebook” de 1990–, es una insalubre charca de rocken la que chapotean alegremente el “Shut Down” de los Beach Boys, una “The Kid With The Replaceable Head” aún más achicharrada que la original de Richard Hell, un calco del “With A Girl Like You” de los Troggs así como guiños a The Small Faces, The Flaming Groovies, Electric Eels y Slade.

El trío, faltaría más, los hace suyos entre espasmos eléctricos y cursillos acelerados de lo-fi que recuperan la cara más ruidosa y traviesa de la banda y parte en dos la belleza cristalina de “I Am Not Afraid Of You And I Will Beat Your Ass”.

(Artículo publicado originalmente en ABCD Las Artes y Las Letras el 7 de marzo de 2009)

Buzzcocks y los caminos del punk




“Parecéis los putos Pink Floyd", gritó alguien desde la barra mientras Pete Shelley y Steve Diggle, de espaldas al público, exprimían a conciencia el sonido de sus guitarras.

No fue para tanto, la verdad, pero por algún lado les tenía que salir la edad a los Buzzcocks, impecables en escena hasta que empezaron a embarcarse en pasajes instrumentales cada vez más disparatados. ¿Pink Floyd? Para nada, por más que a uno le entrasen ganas de arrearle al batería con las baquetas hasta que se le borrase de la cabeza la palabra solo. Porque, ¿hay algo menos punk que un solo de batería?

Habrá quien piense que el concierto en sí –pioneros de punk desandando el camino para interpretar íntegramente sus dos primeros trabajos– ya era un atentado en toda regla a los preceptos básicos del punk, el no future y memeces por el estilo, pero lo de los Buzzcocks, lo de ESTOS Buzzcocks, es cosa seria. O por lo menos lo fue durante la mayor parte del concierto. Nada que ver con aquel cuarteto de hooligans alcoholizados que hace un par de años espachurró su repertorio como una molesta e inesperada factura.

En el Apolo, los Buzzcocks se comportaron como lo que son, como señores mayores con el vigor de una panda de adolescentes cabreados. Se merendaron “Another Music In a Different Kitchen” y “Love Bites” a velocidad de crucero, consiguieron remontar la evidencia de que sus discos de estudios son sensiblemente inferiores a sus singles y fueron encadenando mazazo tras mazazo. De “Fast Cars” a “Ever Fallen In Love pasando por “No Reply”, “Sixteen” o “Autonomy”, todo fueron espasmos eléctricos, detonaciones de power-pop envenenado y canciones disparadas en ráfagas mortales. Sin descanso. Sin pausas. Sin parones.

Una auténtica lección de supervivencia para tanto joven prematuramente envejecido que, a pesar de encallarse ligeramente en el tramo final, alcanzó su punto justo de cocción en unos bises para el recuerdo: “Orgasm Addict”, “What Do I Get?”, “Promises”, “I Don’t Mind”, “Love You More” y “Harmony In My Head”, el abecé del punk recitado a la carrera y corriendo más rápido que la nostalgia.

Un concierto vibrante, enérgico y con un sonido brutal que resumió en hora y media la historia del punk. El de ayer y, claro, el de siempre.



U2 y el sermón de la montaña



“Enfréntate a las estrellas de rock”, desafía Bono en una de las piezas de “No Line On The Horizon”. A eso vamos, pues.

De acuerdo: puede que U2 se hayan convertido en un blanco fácil y que para despellejarlos haya que pedir tanda y ponerse a la cola, pero ellos se lo han buscado. Ellos solitos, sin ayuda de nadie. No se puede anunciar a bombo y platillo “la reinvención del rock” y acabar entregando ESTO. De ninguna manera.

Esto, para entendernos, es el nuevo disco de los irlandeses y la enésima prueba de que desde que grabaron “Acthung Baby” cada nuevo trabajo les pilla con el paso cambiado y sin saber qué camino seguir. ¿Insistir con el rock musculoso, coquetear con la electrónica o regresar a la épica grandiosa y atmosférica de los ochenta?

Ante la duda, los irlandeses han picoteado de aquí y de allá, han reclutado a Daniel Lanois y Brian Eno para abrigarse con sus poderes de superproductores y se han etretenido trenzando estrofas mesiánicas y redentoras en un palacete de Fez (Marruecos). Así, entre frases como “solo el amor puede curar una herida como esa” o “el mundo necesita un gran beso”, Bono, The Edge, Adam Clyaton y Larry Mullen han dado forma a su Sermón de la Montaña versión hi-tech, un disco que empieza casi-bien pero se desinfla a las primeras de cambio y convierte lo que se anunció como “el trabajo más innovador y desafiante del grupo” en una alarmante falta de ideas y, sobre todo, canciones.

Será que para reinventar el rock quizá no hace falta maquillarse con producciones grandilocuentes y baste con sentarse a intentar escribir buenas canciones. Canciones como las que firmaban hace dos décadas y que, seamos realistas, están a años luz de las de “No Line On The Horizon”.

Pero claro, hace años que U2 se fijan más en el cómo que en el qué, y eso se nota: ahogado por la producción, “No Line On The Horizon” es un notable en diseño sonoro y manejo de texturas que, sin embargo, cojea estrepitosamente por el lado de las canciones. Sólo "No Line On The Horizon", “I’ll Go Crazy If I Don’t Go Crazy Tonight” y “Cedars Of Lebanon” consiguen asomar la cabeza entre excursiones exóticas, pastiches de funk, garage de manual y épica pasada de vueltas a lo Simple Minds. El morir, vamos.

David Morán

(Artículo publicado originalmente en el suplemento M360 de ABC el 6 de marzo de 2009)

Black Lips y el gamberrismo ilustrado


Incluso para ser un completo descerebrado hace falta una pizca de talento.

De poco sirve entregarse en cuerpo y alma al goce memo y gamberro y coleccionar acusaciones de comportamiento inmoral sobre el escenario si luego no hay unas canciones que equilibren la balanza y justifiquen salir de gira a hacer el cafre. Sí, la pescadilla que se muerde la cola pero en versión indie mugriento. Así que, resumiendo, los Black Lips son unos descerebrados con canciones.

Con grandes canciones, si me apuran.

Enquistados en el corazón del garage, ahí donde el pop se deja pervertir e invitar a rondas de brebajes cada vez más sospechosos, los de Atlanta siguen comportándose como unos hunos silbantes y recogen casi todo el caos sembrado en los últimos años en un disco que customiza el sonido Nuggets con un amasijo de guitarras grasientas, estribillos para recitar de memoria, percusiones primitivas y zarpazos a The Velvet Underground, The 13th Floor Elevators y los New York Dolls.

Quizá no sea tan pop, redondo y despejado como el anterior “Good But Not Evil”, pero “200 Million Thousand” va más allá en su intento por recuperar el envoltorio psicodélico y legañoso de sus anteriores producciones y encajarlo en nuevos himnos beodos y agitados como “Drugs”, “Let It Grow”, “Short Fuse” o “Body Combat”.

Un disco-bisagra que potencia la imagen de Black Lips como delicioso y adictivo barullo sonoro.

(Artículo publicado originalmente en el suplemente ABCD Las Artes y Las Ciencias el 28 de febrero de 2009)


El álbum de fotos (sonoras) de The Kinks


Teníamos los recopilatorios de singles, los recopilatorios a secas, las reediciones de Castle, los libros con las letras traducidas al castellano, las réplicas en miniatura que simulaban en CD las ediciones originales de los LP’s, los DVD’s en directo y ahora esto. La antología “definitiva” (sí, lo dejaremos entre comillas hasta dentro de un rato) de The Kinks y, a primera vista, una jugosa y placentera sobredosis de guitarras zumbonas, british invasion de etiqueta, pop costumbrista, ironía sin anteojos y canciones como soles.

Y es que, sobre el papel, “Picture Book” tiene el tamaño y la apariencia adecuada para resumir y empaquetar de una vez por todas el universo lírico y musical de la banda de los hermanos Davies: seis discos, más de 130 canciones y un cuidado libreto con fotos inéditas e introducción a cargo del mismísimo Ray Davies, quien también ha participado y la selección y recopilación de material.




Dicho esto y antes de sacar el babero, una pega: como en todas esas historias que, a fuerza de repetirlas una y otra vez, acaban perdiendo matices y ganando aportaciones personales dependiendo de quien las cuente, la de The Kinks está abierta a todo tipo de interpretaciones. Su paso por los sesenta es indiscutible, volando bajo el radar de The Beatles y The Rolling Stones y rellenando los huecos que estos dejaban a base de acercarse al music hall, el pub-rock y el pop sobreexcitado.

El tridente formado por “The Kink Kontroversy” (1965), “Face To Face” (1966) y “Something Else By The Kinks” (1967), obras maestras en fila india a las que podría añadirse también “The Village Green Preservation Society” (1968), son el orgullo y la razón de ser de una discografía que empieza a complicarse a partir de los setenta: justo después de “Lola vs. the Powerman & the Money-Go-Round, Pt. 1” (70) el adjetivo menor empieza a aparecer con demasiada frecuencia junto al nombre de The Kinks.



De ahí que, a pesar de todo, esta colosal obra quede algo descompensada y acabe dando excesivo protagonismo a discos completamente irrelevantes como “Phobia” (93), su última grabación como banda.

Su primera época, la más dorada y provechosa, queda espléndidamente retratada en los tres primeros discos de “Picture Book”, aunque incluso ahí hay algún que otro desliz. No se entiende, por ejemplo, por que se sacrifiquen las versiones originales de “Dedicated Follower Of Fashion” y “Dead End Street” por dos tomas inéditas pero claramente inferiores -la primera, sin esos coros beodos que tanto bien le hacen; la segunda, con un sonido sencillamente horroroso-; que se anuncie a bombo y platillo el riguroso orden cronológico de las canciones y “You Really Got Me” (su tercer single) aparezca antes que “Long Tall Sally” (el primero) y que ni siquiera se haga mención a la estupenda “You Still Want Me”.

Aún así, es en esos tres primeros discos donde se concentra casi todo el encanto de esta nueva antologíaa: clásicos instantáneos como “Sunny Afternoon”, “All Day And All The Night”, “Where Have All The God Times Gone”, “David Watts”, “Death Of A Clown”, grabaciones para la BBC de “Love Me Til The Sun Shines”, versiones mono de temas como “Waterloo Sunset” y “Apeman”




En el cuarto disco, el boggie vacilón “Skin And Bone” y la toma en directo de “Alcohol” sirven para enlazar con el periodo más ambicioso e incomprendido de Ray Davies, el de las óperas-rock “Preservation Act. 1” (73) y “Preservation Act. 2” (74) así como las secuelas “Soap Opera” (75) y “Schoolboys In Disgrace” (75). Son discos irregulares y perdidos en el limbo de lo conceptual cuya fragmentación permite disfrutar mejor piezas como “(A) Face In The Crowd”, “Holiday Romance” y “No More Looking Back”.

No se puede decir lo mismo de los dos últimos discos de la caja, donde toda la elegancia empieza a desvanecerse para dar pie a una suerte de intrascendente rock adulto y acorazado que crece en torno a la hercúlea versión en vivo de “Love Budget”. Un secreto: el quinto disco todavía es tolerable, pero el sexto, con cinco temas del minúsculo “Phobia”, es directamente amputable.

David Morán

The Kinks
“Picture Book”
SANCTUARY

(Artículo publicado originalmente en la revista Rockdelux 270 de febrero de 2009)

M. Ward, la nueva vieja guardia



Maravilloso. Así de simple y, al mismo tiempo, así de complejo.

Sintonizando músicas que solo existen en su transistor y convirtiendo su guitarra en una tabla oiuja que convoca a los espectros de las tradiciones pasadas, M. Ward lo ha vuelto a hacer. Otra vez.

Si “Post War” fue una fascinante inmersión en el folclore norteamericano, “Hold Time” redobla la apuesta y transforma la intimidad resquebrajada que fue en un exuberante y exquisito vagabundeo por el pop con sabor a western, a jazz en blanco y negro, a barrizal de blues y a un millón de cosas más que adquieren nuevas texturas y sabores en manos del californiano.

Una maravilla. En serio. Ni siquiera la presencia de Jason Lytle (Grandaddy), Zooey Deschanel y una despellejada Lucinda Williams consiguen desviar el rumbo de un álbum con vida propia que suena como llegado de otra galaxia, de otro tiempo.

M Ward es, con esas melodías que reverberan entre cuerdas y percusiones crujientes, un Tom Waits enamorado del lado brillante de la vida; uno de esos pocos y extraños casos en los que genio, paciencia y magia se alían para reivindicar la música como obra de arte total y atemporal. No es casualidad que incluso el “Rave On” de Buddy Hollie se mimetice con el entorno hasta acabar pareciendo una composición propia.

Una maravilla. En serio.

David Morán

(Artículo publicado originalmente en el suplemento ABCD Las Artes y Las Letras el 21 de febrero de 2008)

Morrissey, el maestro de las tormentas



Es algo que no se olvida, pero para mal.

La imagen de Morrissey y su banda posando completamente desnudos y tapando sus vergüenzas con singles de 7” estratégicamente situados –sí, sí, justo ahí– es una de esas que cosas que justificarían la invención de un botón de delete para el cerebro. La fotografía en cuestión es la excusa para promocionar el single “I’m My Arms Around Paris”, pero también una nueva paletada de cemento para reforzar esa fe, cada día más ciega, cada vez más inestable, en el músico británico.

Morrissey, el fino estilista del pop, el dandy vanidoso, llevando la teoría a la práctica y exhibiendo sin reparo unas lorzas a juego con las rugosas turbulencias emocionales que luce en “Years Of The Refusal”. Será que los nuevos tiempos requieren estrategias más agresivas. O simplemente que se ha hartado de llevar la procesión por dentro y ahora la luce sin pudor ni recato. Para verlo. O, mejor dicho, para olvidarlo.

Porque, a todo esto, Morrissey tiene nuevo disco en solitario. El noveno desde que bajó la persiana de The Smiths y el primero en el que el rock amenaza con destronar al pop con un musculoso y crispado golpe de estado. Pero como ocurre con la imagen olvidable del párrafo anterior, tampoco es casualidad que “Years Of Refusal” suene a pararrayos en plena tormenta eléctrica: tres años después del vitalista “The Ringleader Of The Tormentors”, Morrissey vuelve a verlo todo negro carbón, y nuevas tragedias necesitan nuevos envoltorios. “Sólo la piedra y el acero aceptan mi amor”, asegura en “I’m Throwing My Arms Around Paris”. Otra vez la electricidad. Otra vez el desamor. Otra vez Morrissey, el maestro de las tormentas.

Siguiendo el camino musculoso de “You Are The Quarry”, el británico se pasa de frenada en su acercamiento al rock y, salvando hallazgos como “That’s How People Grow Up” o “Something Is Squeezing My Skull”, firma uno de sus trabajos más tensos y crispados, pero también uno de los más espesos.

Tocado y hundido de nuevo, Morrissey se debate entre el baladista de “You Were Good In Your Time” y el rockero adulto de “Sorry Doesn’t Help” sin acabar de sacar casi nada en claro. A no ser que uno conciba este “Years Of Refusal” como un complejo vitamínico con el que el británico se entretiene engañando al tiempo y mirando hacia otro lado mientras el calendario le informa de que, con músculo o sin él, los cincuenta está a la vuelta de la esquina.

David Morán

(Artículo publicado orginalmente en el suplemento M360 el 20 de febrero de 2008)

Vivian Girls y el pop de baja fidelidad



Diez canciones, veinte minutos y un auténtico festín de baterías con eco, guitarras correosas y estribillos lijados. El abecé del pop recitado de memoria y con carrerilla. El espíritu original del punk transplantado en tres chicas de Brooklyn que, a pesar de no ser tan fieras como Mika Miko, se entretienen encajando las cabezas de las Ronettes en los muñecos articulados de The Jesus & Mary Chain.

Como una girl band de los sesenta lanzada con catapulta sobre la marmita del noise-pop, Cassie Ramone, Kickball Katy y Ali Koehle son la versión afeminada de Sleater-Kinney; una nueva horda vikinga con tacones y maquillaje que canta sobre volverse loco y acabar hecho unos zorros mientras envenena melodías resplandecientes y se esconde tras un muro de sonido como el de Phil Spector pero en versión cafre y ruidosa.

Puede que en “Tell The World” suenen como una versión desenfocada y trapera de las Go-Go’s, pero son piezas como “Damaged”, “I Believe In Nothing”, “Where Do You Run To”, aceleradas y frenéticas detonaciones pop servidas entre espasmos y calambrazos de distorsión, las que mejor acotan la identidad de una banda que, con un poco de tiempo y suerte, podría acabar convirtiéndose en la hermanastra perversa y contestona de las Shangri-Las.




(Texto publicado originalmente en el suplemento ABC De Las Artes y Las Letras el 31 de enero de 2009)

Rip It Out_Orange Juice



Pedazo de playback, pedazo de pintas y pedazo de canción.

Neutral Milk Hotel y la justicia poética


Esto sí que es una sorpresa. Y de las gordas.

Diez años y unos cuantos meses después de su edición, "In The Aeroplane Over The Sea", de Neutral Milk Hotel, sigue dando qué hablar. El disco, obra maestra del indie de los noventa y, perdón por la cursilería, uno de los discos más hermosos jamás grabado -pero no hermoso en plan "oh, qué bonito", sino hermoso de piel de gallina-, fue uno de los diez LP's más vendidos en 2008. Como lo oyen: están Coldplay, The Beatles, The B-52's (¿?), el plomazo del "Dark Side Of The Moon" de Pink Floyd y, tachán, "In The Aeroplane Over The Sea", una joya del lo-fi camuflada entre discos de súperrock y súperpop. Insólito.

Será que, después de todo, la justicia poética sí que existe.







De fiesta con Franz Ferdinand


Esta noche, Franz Ferdinand. Más claro, agua. Solo les ha faltado coserse en la pechera un neón luminoso en el que pueda leerse: “Aquí fiesta”. Porque de eso, de fiesta, los escoceses saben un rato. ¿Art-pop? Naaahhh… Fuera máscaras, adiós caretas.

“Tonight” es, por fin, el disco soñado por los de Alex Kapranos, el álbum que han venido cocinando en sus repeinadas cabecitas desde el día que subieron por primera vez a un escenario e idearon su plan maestro: conseguir que todo el mundo, de Japón a Glasgow, acabease meneando el culete, batiendo palmas y silbando sus melodías. Todo al mismo tiempo, a poder ser.

“Franz Ferdinand” y “You Could Have So Much Better” eran puro disimulo; discos de pop acorazado y estribillos malintencionados con los que reclutaron a un ejército de lo más variopinto y, tachán, pasaron de ser los teloneros de los teloneros de Death In Vegas en su debut barcelonés a conquistar escenarios y recintos cada vez más gigantescos. Pero faltaba algo. Algo más.

Y ese algo más es “Tonight”. Ya saben: esta noche FIESTA. No diré que es su mejor disco, porque no lo es, pero sí que es el mejor sintoniza con el espíritu hedonista y crápula de la banda. Sin cortadas intelectuales ni justificaciones artísticas. Pop fugaz, instantáneo y sin más intenciones que la de poner a bailar a la plaza del pueblo.

Ya saben: esta noche, fiesta.

¿Y mañana?

Mañana ya veremos.

Quien quiera buscar segundas lecturas en las citas a la “Odisea” de Homero o en su nuevo look de gangsters encorbatados, adelante, pero no es “Tonight” un disco que se preste a un examen concienzudo. De hecho, cualquier intento de profundizar en los “come on, get high” que Kapranos ulula en “Ulysses” demuestra que esto no es más que un disco de consumo inmediato. Una cosa brillante que mantiene el interés mientras uno lo mire a cierta distancia, pero que gana opacidad a m proximidad.

Mejor cuanto más lejos. Así es como consigue deslumbrar “Tonight”, un disco de pop vacilón y chispeantes piezas de funk blindado; una colección de falsetes, estribillos en caída libre e himnos rompecaderas como “Bite Hard”, “No You Girls” y “Turn It Own”.

También hay jolgorio como de club a las cuatro de la mañana y pinceladas de electrónica ornamental, pero no, NO ES EL DISCO ELECTRÓNICO DE FRANZ FERDINAND. Ya pueden ponerse en plan Orbital al final de “Lucyd Dreams” o colar unos piu-pius robótico-horteras a lo Erasure en “Live Alone”, que esto es pop con todas las letras. Pop instantáneo, chulesco y, si me apuran, pelín desechable, pero pop al fin y al cabo.

Pop para hoy y resaca para mañana.

David Morán

(Versión extendida de una crítica que, por razones obvias, aparecerá considerablemente reducida en el suplemento M360 de ABC)