El cortometraje recreativo de Franz Ferdinand


Se les puede acusar de tacaños, de haber desaparecido del escenario cuando apenas llevaban una hora raspada sobre él y de desprender cierto tufillo a escuela de arte que, por fortuna, se diluye con los vapores del directo. Se les puede acusar de todo esto y de algunas cosas más, como que "No You Girls" les saliera tarada y aburrida, pero si hay algo innegable es que, hoy por hoy, Franz Ferdinand es una de las bandas más en forma del renovado rock británico y una de las pocas que ha conseguido sobrevivir a la epidemia post-punk que asoló las Islas Británicas en 2003.

No son, sin embargo, unos supervivientes, sino cuatro estrellas de Glasgow capaces de manejar cifras deslumbrantes desde una discográfica independiente –tres millones de copias facturas de su debut homónimo– y con un crecimiento tan meteórico que su paso por un recinto como el Espacio Movistar solo puede entenderse como una caprichosa anomalía.

Adelantándose un par de meses a la edición de su tercer trabajo, “Tonight” y arropados por el ambiente casi doméstico de la carpa, los escoceses salieron con ganas de morder y, la primera en la frente, se estrenaron con la inédita y rotunda “Bite Hard”, incontestable pistoletazo de salida a una noche de ritmos dislocados, guitarras cruzadas e himnos acorazados.


Sin apenas detenerse a recuperar fuelle, los autores de “You Coud Have It So Much Better” forzaron al máximo su colección de espasmos eléctricos, potenciaron la faceta más recreativa de su repertorio y, picoteando de aquí y allá con estrenos sintetizados como “Turn It On”, “What She Came For” y “Ulyssed” y viejos clásicos como “Matinee”, “Michael”, “Take Me Out” y “This Fire”, firmaron una convincente reivindicación de su perfil más festivo.

No pierden el tiempo los de Alex Kapranos y, a la altura de “Do You Want To”, segunda detonación de la noche, ya habían desatado una improvisada e imperfecta coreografía de brazos en alto, coro desgañitados y caderas cimbreantes. Gimnasia indie para una banda que, pese a haber reconocido que una de sus motivaciones es componer música para hacer bailar a las chicas, consiguió con su regreso a la ciudad que incluso los cámaras de televisión que se apelotonaban junto a la mesa de sonido acabaran sacudiendo las articulaciones.

Fue breve, sí, pero es en las apreturas del cortometraje y en las distancias cortas donde los escoceses consiguen potenciar todas sus virtudes y controlar unas canciones que se les empezaron a escapar de las manos cuando accedieron a la aparatosa liga de los grandes pabellones.


El muro de Lou Reed

35 AÑOS DESPUÉS DE PUBLICAR «BERLIN», EL EX LÍDER DE LA VELVET UNDERGROUND CULMINA EL PROCESO DE RESTITUCIÓN DE SU CLÁSICO MALDITO CON UN ÁLBUM QUE RECOGE SUS ACTUACIONES EN NUEVA YORK EN DICIEMBRE DE 2006



No hace mucho, coincidiendo con su visita a Barcelona para participar en el festival literario Kosmopolis, Lou Reed trató de desmentir la presunta oscuridad y sordidez en la que se viene sumiendo su discografía desde principios de los setenta asegurando que, comparado con Shakespeare, lo suyo es un juego de niños. «Suele decirse que The Bed es una canción deprimente pero, ¿qué hay de Otelo o Hamlet?», aseguró el neoyorquino señalando directamente hacia el corazón de Berlin, álbum que, por mucho que le pese a su autor, sigue siendo uno de los hitos trágicos y tenebrosos de la historia del rock.

El disco, publicado originalmente en 1973 y vilipendiado en su día por la crítica, revive de nuevo convertido en el paradigma de las obras maestras incomprendidas gracias a Berlin: Live At St. Ann's Warehouse, álbum que recoge la presentación en vivo del disco que el periodista Lester Bangs calificó como «quizás el disco más triste nunca escrito».

La grabación llega tarde, casi dos años después de que Lou Reed desempolvase oficialmente el disco en una exclusiva tanda de conciertos en Nueva York, Sidney y Europa, y cerca de un año y medio después de que Julian Schabel documentase en una película homónima aquella serie de recitales. Aún así, todo parece ajustarse al guión original que Reed había ideado para su tercer disco en solitario tras la escisión de The Velvet Underground.



«En aquel momento quise sacar un disco para luego montarlo en teatro y hacer con él una gira. Ése era el plan original, que finalmente no salió, debido a las críticas», ha asegurado recientemente un músico que, tocado pero no hundido, ha necesitado más de tres décadas para rehabilitar la importancia de una obra concebida como una película para los oídos ubicada en una ciudad dividida y protagonizada por Jim y Caroline, dos personajes marginales instalados en un ciclón de amor depresivo, toxicomanía, celos y autodestrucción.

El planteamiento, excesivamente cruel y ambicioso, chocó frontalmente con las expectativas de quienes esperaban una nueva y alocada crónica de las noches de neones y lentejuelas neoyorquinas. «Hay algunos discos tan claramente ofensivos que uno desearía tomar algún tipo de venganza física contra los artistas que los han perpetrado», podía leerse en la crítica que publicó en su día la revista Rolling Stone.

Dulce venganza. Treinta y cinco años después de aquéllo, el autor de Metal Machine Music se reconcilia definitivamente con su pasado y culmina su dulce venganza con la edición de una grabación en vivo que, más allá de reivindicar la innegable condición de obra maestra de Berlin, reproduce con pelos y señales la demoledora mezcla de tragedia, majestuosidad y épica del álbum original.



En Berlin: Live At St. Ann's Warehouse, la tensión se puede mascar desde que las voces del Brooklyn Youth Chorus irrumpen doblegando la historia y convirtiendo el epitafio de Sad Song en un amenazante prólogo, pero el punto clave, el momento en que todas las piezas encajan de un modo estremecedor, hay que buscarlo, una vez más, en The Bed. Una garganta ajada retransmite las imágenes que le pasan a Jim por la cabeza mientras contempla la cama en la que se acaba de suicidar Caroline y el coro, ese coro de voces cándidas y aflautadas, intenta aliviar el escozor de los recuerdos inyectando un poco de dulzura. El efecto, faltaría más, es devastador. «Este es el sitio donde ella ponía la cabeza cuando se iba a la cama por la noche y este es el sitio donde nuestros hijos fueron concebidos», se oye entre acordes secos de guitarra e inquietantes apuntes de trombón. No, esto no es una presentación en vivo al uso, sino un impecable ajuste de cuentas y un retorcido duelo con la memoria.

Tragedia en diez actos. Acostumbrados al Lou Reed espartano y minimalista que solventa casi todas sus actuaciones con tres músicos de acompañamiento y una crispada deconstrucción de su repertorio, el montaje que presentó los días 15 y 16 de diciembre en el St. Ann's Warehouse de Brooklyn roza lo fastuoso: doce niñas del Brooklyn Youth Chorus, secciones de viento y cuerda, coros a cargo de Antony y Sharon Jones, Tony Smith a la batería, Fernando Saunders y Rob Wasserman a los contrabajos, Rupert Christie a los teclados y Steve Hunter, único superviviente junto a Reed de la formación que grabó el disco en 1973, a la guitarra. Una alineación estelar e insólitamente abultada que reproduce la tragedia de Jim y Caroline con una fidelidad milimétrica.

Y es que, a pesar de no ajustarse exactamente a lo que Lou Reed tenía en mente cuando se apeó de la ola de Transformer, Berlin es un disco de emociones demolidas y sentimientos calcinados. Una tragedia en diez actos que empieza «en Berlin, junto al muro» y acaba con Jim entonando la más triste de las canciones. Suenan los últimos acordes de la rotunda Sad Song y en el ambiente aún flotan sórdidas escenas de celos y maltrato –Caroline Says II–, reproches cargados de odio –Oh, Jim–, instantáneas de adicción y drogodependencia –How Do You Think It Feels– y amargas reflexiones sobre las diferencias sociales –Men Of God Fortune–.

Lou Reed - Caroline Says Pt. II - Lou Reed

La atmósfera es irrespirable y, quizá en un intento por disipar esa nube tóxica, Reed prologa la actuación con una desengrasante tanda de bises –Rock Minuet, la siempre efectiva Sweet Jane y una escalofriante Candy Says interpretada por Antony– que no hace más que prolongar la agonía. El público aplaude, sí, pero el mal ya está hecho. «En Berlín, junto al muro, medías un metro setenta y cinco. Fue muy agradable».


Sad song - Lou Reed

(Artículo publicado orginalmente en el suplemento ABC De Las Artes y Las Letras el 22 de noviembre de 2008)

El poder del pensamiento negativo



Si un Phil Spector (aún más) enloquecido hubiese inyectado a los Beach Boys una enfermiza dosis de distorsión y electricidad, el resultado, no lo duden, hubiese sido éste. The Jesus & Mary Chain. El pop después del pop y el ruido antes del ruido. Sí, piensen mal y acertarán.

“The Power Of Negative Thinking”. Así es como han bautizado los escoceses su jugosa y completísima recopilación de caras B, maquetas y versiones; una impresionante caja de cuatro discos que rezuma fuzz y leche y reescribe la historia de los hermanos Reid a partir de apuntes suelos, maquetas ratoneras y lecturas alternativas de su propio repertorio.


A pesar de que el disco no repesca ni uno sólo de los temas "oficiales" de la banda, sí que aparecen insólitas versiones de "Surfin' U.S.A" (The Beach Boys), "My Girl" (The Temptations) y "Tower Of Song" (Leonard Cohen); singles primerizos como "Upside Down" y numerosos descartes de discos como "Psychocandy", "Darklands" y "Automatic".

Son, en total, más de ochenta temas
que corrigen y aumentan todo lo expuesto en "Barbed Wire Kisses", álbum que hace dos décadas activó la mecánica de servir aún calientes las sobras que no cabían en el plato principal. En este caso, sin embargo, las sobras de The Jesus & Mary Chain alimentan tanto como los menús completos de tantas otras bandas.


Joy Division por Joy Division



Se pudo ver en la pasada edición del In-Edit y, a la espera de que alguien se anime a desatascar el estreno de “Control”, es la mejor manera de adentrarse en el universo de Ian Curtis y Joy Division, la banda que transformó el “que te jodan” del punk en un rotundo “estoy jodido” vista por el realizador británico Grant Gee. “Joy Division”. El título lo dice todo.

No hay apenas paja ni fotogramas anecdóticos en una cinta que, rigurosamente documentada, recoge testimonios de casi todos los implicados –sólo se echa de menos a Debbie, viuda de Ian Curtis, quien declinó participar en el proyecto después de ver que “Control” no se acabó ajustando a sus pretensiones- y evidencia la pasividad de Bernard Summer, Peter Hook y Stephen Morris ante la progresiva destrucción de su compañero de banda.



No es que salgan demasiado bien parados los actuales miembros de New Order. Les ves sentados frente a la cámara reconociendo que podían haber hecho algo para evitar que el cantante acabase ahorcándose pero que no lo hicieron y no sabes qué pensar.

Aún así, la palma se la lleva Peter Hook. Y no tanto porque el día del funeral de Curtis decidiera quedarse acodado a la barra del pub, sino por la media sonrisa que se le escapa cuando asegura que no prestó atención a las letras de "Closer", el disco póstumo de la banda, hasta que aparecieron publicadas en un libro unos cuantos año más tarde.

En fin. Cosas como estas ayudan a entender la pose de hoolingan cervecero e irrespetuoso con la que Hook despachó el "Love Will Tear Us Appart" en la actuación de New Order en el Primavera Sound de 2005.

¿El pop? Bien masticadito, gracias



Aunque su fama de blanditos y ñoños les haya convertido en uno de los sparrings favoritos de la prensa musical, lo cierto es que los británicos Keane se han ganado a pulso su condición de fenómenos de la intrascendencia a fuerza de atrincherarse en las melodías almibaradas y deshuesas de hace dos décadas. Estamos en 2008, pero el trío de Sussex triunfa con una propuesta que, ajena al curso natural de la historia del pop, navega con la brújula averiada y un calendario que parece haberse detenido en 1986.

Se dice que la banda liderada por el vocalista Tom Chaplin es el producto ideal para la gente a la que no le gusta el pop pero, visto lo visto el domingo en un Razzmatazz abarrotado, sería más correcto afirmar que los británicos provocan estragos entre quienes disfrutan del pop bien masticadito y a medio regurgitar.

Keane son épica desnatada y pop repeinado, sí, pero sobre todo son la suma de unas influencias mucho más ambiciosas que unas canciones, las suyas, que se limitan a releer el libro de estilo de Simple Minds –“Spiralling” se llevó la palma sonó a calco puro y duro- remezclándolo con citas a U2, A-ha, Jennifer Rush y el Bowie menos reivindicable de mediados de los ochenta. Ésas son sus credenciales y ahí lo de menos es que toquen el piano, la guitarra o las castañuelas: se esfuerzan tanto los británicos por sonar intensos, apasionados y convincentes que parece que en cualquier momento se les vayan a rasgar las costuras y se les vayan a quedar todos los referentes desparramados por el escenario.

Aún así, el mayor problema de Keane no es tanto su nula capacidad para aportar algo nuevo como que, cuatro años y dos discos después de “Hope And Fears”, sigan siendo incapaces de encontrar singles a la altura de “Somewhere Only We Know”, “This Is The Last Time”, piezas que les catapultaron al éxito y que marcaron el domingo los picos de intensidad de un recital vistoso y centelleante pero completamente anodido. ¿El pop? Bien masticadito, gracias.

En el país del drone naciente

«Los japoneses no tienen alma. Prefieren lo americano, ir uniformados». Así de contundente se mostraba el laudista Kawabata Makoto cuando se le preguntaba sobre el estado de la cuestión de la música japonesa.

Lo que quizá no sabía el fundador de los alucinados Acid Mothers Temple es que si los japoneses no tienen alma es porque la deben haber vendido al mejor postor a cambio de poder moverse como pez en el agua por los extremos más afilados del espectro sonoro, esos en los que habitan artistas como Merzbow, Fushitsusha, o, rebajando el octanaje, Polysics, cuyo reciente trabajo, We Ate Machine, parece la conclusión lógica a una época de excesos metalúrgicos y relecturas a ciegas del imaginario cultural anglosajón.

Boris_ Statement


Atrás quedan aquellos tiempos en los que las buenas nuevas de Oriente hablaban de Pizzicato Five, la escena de Shibuya y el pop meloso sobrecargado de parafernalia «kitsch». Con la progresiva mutación de los drones en intempestivas descargas de ruido, el «underground» nipón descubrió que el «noise» puro y duro podía ser una manera de expresión tan válida como cualquier otra.

Merzbow, Violent Onsen Geisha, Massona y Hanatarash empezaron a dar qué hablar dando forma al ruidismo japonés, pero ha sido en los últimos años cuando ciudades como Tokyo y Osaka se han entregado a la exportación de toda clase de atrocidades sonoras que, lindando casi siempre con el «metal» y el rock de vanguardia pasado de revoluciones, no entiende de medias tintas.

Merzbow_ Minus Zero

No es casualidad que incluso un esteticista como Cornelius, prestidigitador del pop más detallista, pierda los papeles en directo y anude electrónica detallista con furibundas dentelladas de guitarra con pasmosa facilidad.

Aún a medio domesticar, el subsuelo nipón anda la mar de entretenido esquivando las acometidas de Boredoms, Boris y Nissenenmondai, nuevas bestias pardas de un rock oriental al que se suman ahora, casi por oposición, los histriónicos Polysics, delirantes guerrilleros del revival «new wave» que se ha propuesto amortiguar las salidas de tono de sus compatriotas con una mezcla de electrónica casera, pop elástico y «punk» virulento. Acaban de publicar We Ate Machine, álbum que, más allá de perpetuar su condición de replicantes de Devo, viene a aportar la enésima evidencia de hasta qué punto los japoneses se han propuesto desviar a sartenazos el curso natural de la historia de la música popular. La suya y, claro, también la de los demás.



Polysics_ Electric Surfin' Go Go

(Artículo publicado orginalmente en el suplemento ABC De Las Artes y Las Letras el 1 de noviembre de 2008)

Marchando una de parecidos razonables

Algunos lo llaman inspiración, otros plagio y los hay que prefieren ventilar el asunto aludiendo a a las leyes del azar y la casualidad, pero lo cierto es que si hay una regla universal que pueda aplicársele al pop es que todo vale. Desde calcar melodiar a fusilar canciones o escudarse en unos parecidos casuales que resultan, como mínimo, intrigantes. He aquí unos cuantos ejemplos de como el pop se retroalimenta a sí mismo ya sea de manera consciente o no.

Caso 1: Alizée vs. Coldplay

Alizée_J'en Ain Marre (2003)


Coldplay_Viva La Vida (2008)


Caso 2: The Stranglers Vs. Antònia Font

The Stranglers_Golden Brown (1981)


Antònia Font_Holiday (2004)


Caso 3: The Hollies Vs. Radiohead

The Hollies_The Air That I Breath (1974)


Radiohead_Creep (1993)


Caso 4: Nacho Vegas Vs. Bishop Allen

Nacho Vegas_El hombre que casi conoció a Michi Panero (2005)


Bishop Allen_ The News From Your Bed (2007)


Caso 5: The Specials Vs. The Dandy Warhols

The Specials_ Little Bitch (1979)


The Dandy Warhols_Bohemian Like You (2000)